El maestro no quería que su discípulo se entregara sólo a la meditación y abandonara las acciones generosas, porque para él la sabiduría consistía en combinar la disciplina mental con la acción generosa.
Por eso, todas las tardes enviaba al discípulo a que prestase ayuda a los más desvalidos. Una tarde el discípulo fue a la leprosería y estuvo ayudando a los enfermos a comer y a vestirse. Luego regresó a la ermita y esa noche el maestro le preguntó:
¿Qué tal ha ido todo?
Y el discípulo exclamando respondió: Oh, muy bien! He ayudado muchísimo. Todo el mundo estaba encantado conmigo. He preparado comidas, he lavado, he confeccionado vendajes. He sido de mucha ayuda, tanta que incluso se lo he comentado al director de la leprosería y me ha felicitado. Sí, he ayudado enormemente.
Entonces el maestro cogió la vela que estaba encendida y la arrojó a un pequeño fuego que había en el exterior para espantar a las alimañas. El discípulo se quedó consternado y preguntó con insolencia:
¿A que viene este acto impulsivo y absurdo?
El maestro respondió: Como la cera se derrite en la hoguera, así se disipan los méritos de las buenas acciones de las que uno se ufana.
Haz lo mejor que puedas y lo más desprendidamente posible en todo momento y circunstancia. No importa que nadie lo sepa; tú lo sabes.
Conclusión: Este cuento me recuerda un dicho “qué tu mano izquierda no se entere que hizo la derecha”, si necesitamos que nos premien por prestar ayuda y colaborar estamos en problemas, nuestro ego se potencia y necesita ser engrandecido, por eso hay que aprender a ser humildes para lograr descubrir que no hay mayor gratificación que la que siente tu interior cada vez que haces algo por alguien más. Guárdate para tu mismo que ya es mucho y suficiente.
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