Hay heridas que en lugar de abrirnos la piel nos abren los ojos. Cuando eso se genera, no cabe otra opción más que tomar los pedazos rotos de nuestra
felicidad perdida para recomponer la propia dignidad.
Un amor propio se requiere para seguir adelante con la cabeza alta y la mirada firme, sin mirar
atrás, sin mendigar realidades imposibles.
Este acto de toma de conciencia de una verdad, no siempre llega tras un acto doloroso que nos golpea sin esperarlo y sin
anestesia.
En ocasiones, acontece de forma sibilina, tras muchos pocos que al final hacen “un mucho”, como un rumor discreto pero persistente, que
al final nos convence de algo que quizá ya sospechábamos casi desde un principio.
Dentro de una concepción más espiritual, es común hablar de lo que se conoce como el “tercer ojo”. Es sin duda un concepto interesante y curioso
que en sus raíces tiene mucho que ver con esta misma idea. Para el budismo y el hinduismo en este ojo se localiza nuestra conciencia y esa intuición
que favorece un adecuado despertar personal. Un nuevo estado de atención en el que podemos percibir ciertas cosas que en otros momentos se nos
escapan.
Porque ese es quizá el mayor problema que tenemos las personas: miramos pero no vemos. En ocasiones, nos dejamos llevar por nuestras rutinas
hasta desdibujarnos en la insatisfacción. También es habitual que nos dejemos atrapar en ciertas relaciones en las que lo damos todo, sin percibir
que lo que obtenemos a cambio es el veneno de la infelicidad.
Abrir los ojos a estas realidades no es un simple despertar a la conciencia, es un acto de responsabilidad personal.
Miramos pero no vemos: es momento de abrir los ojos.
Fue el propio Aristóteles quien dijo una vez que son nuestros sentidos quienes se limitan a captar la imagen del mundo exterior como un todo.
En
este sentido, solo cuando hay una clara voluntad podemos ver la verdad, porque es entonces cuando la mente toma un contacto auténtico con lo que
le rodea y con sus reveladores detalles.
Conseguirlo no es fácil. Porque se requiere intencionalidad, intuición, sentido crítico y ante todo valentía para ver las situaciones y circunstancias
reales y no como nos gustaría que fueran.
Decir que muchos de nosotros andamos por nuestra realidad con una venda en los ojos puede sonar algo
desolador, pero cuando las personas acuden en busca de un terapeuta con el fin de encontrar el origen de su ansiedad, de su cansancio, de su mal
humor y de esa apatía vital que les quita el ánimo y la esperanza, el profesional realiza varios descubrimientos.
Uno de ellos es la férrea resistencia a ver las cosas tal y como son en realidad. “Mi pareja me quiere, sí, a veces me trata mal pero luego, cuando
arreglamos las cosas, vuelve a ser esa persona maravillosa que tanto me ama”. “Sí, al final tuve que dejar la relación con esa chica porque a mis
padres no les agradaba, pero es que ellos siempre han sabido lo que era mejor para mí…”
Las personas nos negamos muchas veces a querer ver las cosas tal y como son por muy y variadas razones.
Por temor a vernos a nosotros mismos y
a descubrirnos, por miedo a tener que afrontar una verdad, por temor a la soledad, a no saber cómo reaccionar. Estas resistencias psicológicas son
obstáculos mentales: empalizadas que actúan como mecanismos de defensa que alejan la felicidad.
No se nos puede olvidar que la felicidad es, por encima de todo, una acto de responsabilidad. Porque cuando por fin uno lo consigue, cuando
logramos abrir los ojos, ya no hay vuelta atrás: es momento de actuar.
Cómo aprender a abrir tus ojos.
Un modo sencillo, práctico y útil de aprender a abrir los ojos a la verdad es dando un descanso a nuestra mente. Sabemos que algo así puede resultar
paradójico, pero no se trata en absoluto de silenciarla, de apagarla o de quitar las llaves al motor de nuestros procesos mentales. Se trata
simplemente, de desacelerar, para de algún modo, encender ese “tercer ojo” del que hablan los budistas.
Te enseñamos los pasos a seguir:
Sitúate en un lugar relajado, libre de estímulos que capten la atención de tus sentidos más físicos (sonidos, olor, sensaciones físicas de frío,
agobio o presión ambiental…).
Cuando intentamos aquietar la mente, es común que al instante, irrumpan molestos pensa-mientos automáticos, intrusivos y carentes de
utilidad: cosas que hemos hecho, que hemos dicho, cosas que nos han pasado, que otros nos han dicho…
Cada vez que llegue hasta ti uno de estos pensamientos intrusivos, visualiza una piedra que es lanzada a un estanque. Imagina como cómo
impacta contra la superficie del agua para después, desaparecer.
A medida que logremos controlar y apartar los pensamientos automáticos y sin utilidad, llegarán poco a poco esos otros donde se inscriben los
miedos, las molestias, e incluso esas imágenes que se hallan grabadas en nuestros subconsciente y a las que no habíamos prestado atención
(una falsa sonrisa, una mirada despectiva…).
Es momento de reflexionar sobre esas sensaciones y esas imágenes para preguntarnos por qué nos hacen sentir mal. Lo importante en esta
fase es evitar justificaciones y juicios rápidos (mi pareja me ha dicho esa palabra despectiva porque seguramente, yo lo he provocado).
Debemos ver las cosas tal y como son, aunque nos parezcan crudas, aunque descubramos que son temiblemente dolorosas.
Para que este ejercicio traiga resultados y nos permita abrir los ojos, debemos practicarlo a diario. La verdad ascenderá tarde o temprano hasta
nosotros para quitarnos la venda de nuestro corazón y esos cerrojos donde nos hallábamos atrapados e insatisfechos.
Tras esto, ya no seremos los mismos y solo cabrá una opción, una salida y una obligación personal: mirar hacia delante, hacia nuestra propia libertad
y felicidad. Quedarse atrás queda ya terminantemente prohibido.
“La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua”-Miguel de Cervantes
Valeria Sabater
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