miércoles, 19 de diciembre de 2018

Platón, sobre el amor, la filosofía y los poetas


 Platón ha sido uno de los pensadores que más profundamente ha reflexionado sobre el amor. En el filósofo ateniense, el Eros adquiere la condición de “puente” entre su llamada “psicología moral” y la “teoría de las formas” (o de las ideas). Aunque conviene distinguir, en un primer momento, entre eros y philía, dos conceptos capitales en la genealogía del amor como categoría filosófica. Platón sólo tratará de la philía (una forma de afecto más bien moderado, una suerte de amistad) en Lisis, mientras que estudia el eros (sustantivo del verbo erân, que denota propiamente la pasión sexual, aunque no sólo) más a fondo. Por su parte, Aristóteles dedicará al menos tres libros de sus escritos éticos a la amistad o philía; precisamente el estagirita definirá el amor como un “exceso de philía” (Ética a Nicómaco, IX, 10, 1171).

Sin embargo, Platón no se ocupa del amor al modo aristotélico, es decir, analizándolo casi científicamente, sino que le interesa más bien por cuanto supone la forma –o exteriorización– más fuerte del deseo, aunque no de cualquier cosa, como mera apetencia, sino como el deseo de lo bello (tô kalón) que, en el fondo, guarda para el filósofo un interesante y acusado parentesco con lo bueno (agathón).

Aunque debemos ser conscientes, avisa Platón, de que este deseo puede llegar a corromperse (véase, por ejemplo, República X, 573a-575a), o lo que es lo mismo, puede tender a lo peor. La explicación que dará nuestro filósofo es que puede llegar a aceptarse como bueno el deseo carente de ley (desordenado): si algo contienen los deseos criminales, es un componente desestabilizador, que corrompe a fin de cuentas nuestra parte racional. Si recordamos algunos fragmentos del diálogo Fedro, observamos cómo el caballo oscuro (el de la concupiscencia) sólo puede alcanzar su meta con el consentimiento del auriga, que no es otro que la razón. Llegamos, pues, a la primera conclusión de Platón: el deseo debe ser convenientemente encaminado, guiado.
Por ello, y por lo que toca a El Banquete, encontramos en Platón toda una teoría del deseo, y en concreto, del deseo racional del bien entendido como lo bello y lo bueno. La clave, en última instancia, es dar con el dispositivo –con el método– que permita conciliar razón y deseo. En opinión de Platón, puede establecerse un símil entre la dirección del banquete y la de la guerra, pues tanto el invitado al primero como el estratego son, cada uno a su manera, una suerte de elegidos. Si ponemos nuestra atención en Leyes (639 b), comprobaremos cómo Platón se refiere a una curiosa embriaguez: quien bebe debe ser capaz de mantener una compostura debida, al igual que el gobernante ha de hacer todo lo posible por desarrollar la concordia y la amistad entre los miembros de la sociedad (synoysía), con el objetivo de hacerla más sólida (Leyes, 640 d).

Vemos así que El Banquete no encierra sólo un significado antropológico-filosófico, como se sostiene habitualmente, sino también un fundamental componente político y educativo, ya que presenta todo un arte de controlar la embriaguez (es decir, el frenesí al que pueden entregarse los sentidos desbocados) que se traduce en la certeza platónica de que las leyes propias del banquete permiten el acceso a un placer muy particular: el placer cultural, inspirado por las musas, que facilita al filósofo buscar la verdad –no como un mero diletante, sino como un auténtico escrutador de la realidad–.

La escena que el filósofo ateniense nos presenta en El Banquete se inicia, precisamente, cuando los comensales de un particular festejo han acabado de comer y se disponen a echar mano de la bebida. Este colofón, que no estará exento de ciertas reglas (al contrario que lo que sucede, por ejemplo, en el caos palpable de Los borrachos de Velázquez), dará lugar a un sugerente y extenso coloquio entre los invitados a la reunión. En todo momento palpamos una atmósfera casi festiva, en la que los protagonistas se sienten muy cómodos y donde la conversación tiene lugar en una amistosa compañía.

Como es bien sabido, el “simposio” o banquete fue un acto social muy arraigado en la época de Platón, y suponía una magnífica culminación para un encuentro entre amigos en el que se charlaba de manera distendida sobre diversos asuntos. En el caso del diálogo platónico del que ahora nos ocupamos, el tema sobre el que girará la conversación será el amor (Eros); una conversación que se estructura en varios discursos y que, se puede decir, adquirirá por momentos los tintes de una auténtica competición en la que cada ponente intentará, si no rebatir, sí al menos complementar e incluso completar las intervenciones de los anteriores interlocutores.
Aunque este interés por el amor no es nuevo (el propio Platón ya lo había tratado en Lisis, y contamos, por ejemplo, con alguna reflexión interesante como la de Sófocles en Antígona), sí hemos de notar que es el discípulo de Sócrates quien logra, en El Banquete, establecer una prolija caracterización de Eros a través de la confrontación de distintas opiniones sobre su naturaleza.
Eros, invencible en batallas, Eros que te abalanzas sobre nuestros animales, que estás apostado en las delicadas mejillas de las doncellas. Frecuentas los caminos de mar y habitas en las agrestes moradas, y nadie, ni entre los inmortales ni entre los perecederos hombres, es capaz de rehuirte, y el que e posee está fuera de sí. Tú arrastras las mentes de los justos al camino de la injusticia para su ruina. Tú has levantado en los hombres esta disputa entre los de la misma sangre. Es clara la victoria del deseo que emana de los ojos de la joven desposada, del deseo que tiene su puesto en los fundamentos de las grandes instituciones. Pues la divina Afrodita de todo se burla invencible.

Sófocles, Antígona (783-800)


A diferencia de otros diálogos platónicos (la mayor parte de ellos adquiere la forma clásica de un diálogo prototípico, en el que un interrogador Sócrates inquiere insistentemente al contertulio de turno), y salvo su parte final, El Banquete se forja mediante la introducción lineal de varias intervenciones que, finalmente, permitirán la fulgurante entrada en la escena de Diotima.

No sin razón los misterios griegos empiezan también con las ceremonias purificadoras, al igual que los bárbaros comienzan con la ablución. Después de ello siguen los pequeños misterios, que conciernen a toda la vida: y ahí no hay nada que aprender, sino contemplar y meditar profundamente sobre la naturaleza y la realidad.

Clemente de Alejandría, Stromata, V, 11


El diálogo se inicia de una forma un tanto particular, que bien merece comentario aparte. La primera escena de El Banquete comienza con un peculiar encuentro entre Apolodoro y Glaucón. Este último se interesa vivamente por aquella ocasión, sobre la que quisiera “informarse con detalle”, en la que Agatón, Sócrates, Alcibíades y otros egregios personajes se reunieron en un banquete para hablar sobre el amor. Con ello, Platón nos sugiere que no vamos a asistir a una narración directa, sino indirecta, que va a ser comunicada por Apolodoro. Este no participó en la celebración, sino que, a su vez, fue informado de ella por boca de Aristodemo.

Los acontecimientos que se nos cuentan en El Banquete adquieren así una dimensión legendaria, casi mítica: encontramos, por lo pronto, una narración dentro de otra narración. Al marcar esta curiosa distancia narrativa, Platón también indica, de manera indirecta, que el asunto sobre el cual versará el diálogo (el amor) encierra tintes míticos, de un tiempo remoto, acaso imposible, pero sin embargo verosímil. A la vez, este complejo inicio responde a la delicada tesitura que se palpa en época de Platón respecto al conflicto entre texto escrito y discurso oral, pues Atenas vivía una auténtica revolución cultural en la que la escritura terminará imponiéndose sobre la oralidad. Aunque nuestro filósofo no dudará en dar la importancia adecuada al texto escrito, no admitirá, sin embargo, la “superioridad moral” que algunas personalidades de su época deseaban adscribirle. En un guiño hacia su concepción sobre la inmortalidad del alma y la importancia de la memoria, Platón sostiene que la escritura debe funcionar como un medio para recordar aquellos dictados que el lector, por otra parte, ya debería conocer a través precisamente de una fuente oral. El propio Platón pone sobre la mesa este intenso debate en un acalorado fragmento de su Carta VII (341b-d).
Al menos una cosa puedo afirmar sobre todos los que han escrito y escribirán, y que dicen saber de lo que yo cultivo, bien porque lo recibieron de mí, bien porque lo descubrieron ellos mismos: según mi parecer, no es posible que ninguno de ellos entienda nada sobre la materia, y de seguro que no hay ni habrá jamás un escrito mío sobre estos temas, pues no pueden ser formulados de ningún modo, a la manera de otros saberes, sino que sólo tras mucho trato y convivencia con esta materia, repentinamente, como la lumbre que brota de una chispa, surge este saber en el alma y se alimenta ya por sí mismo.

El comienzo de El Banquete, pues, no responde a un mero recurso literario (aunque sea, también, una de sus funciones), sino que Platón parece advertirnos: cuidado, atenienses, con lo que os cuentan, pues la credibilidad de cada interlocutor debe ser puesta a prueba a través de la fuente que originariamente informa. Por otro lado, esta “narración de otra narración” (el carácter indirecto del diálogo) parece responder incluso a la tradicional estructura cuentística de “Érase una vez…”; con ello, Platón nos sitúa en una dimensión fabulosa, una esfera acaso atemporal. Una apelación a lo maravilloso de los cuentos y las narraciones míticas que tal vez tenga mucho que ver con las enseñanzas finales de una Diotima que, como sabemos, nos introducirá en los –aparentemente insondables– “misterios” del amor, el Bien y la Belleza.

Fijemos ahora nuestra atención sobre uno de los diálogos más breves y desconocidos de Platón, el Ion, de gran importancia en su pensamiento social y antropológico. Quizás sea conveniente comenzar, de nuevo, con una alusión a El Banquete. En este diálogo, en el que, como ya se ha apuntado, asistimos a una reunión que tiene como anfitrión al poeta Agatón (que acababa de ganar por aquel entonces un certamen trágico), y en la que se dan cita diversas personalidades intelectuales de la época, Fedro (considerado el “padre del discurso”) propone loar a Eros (amor) con los mejores discursos que los contertulios sean capaces de proferir. Es en el quinto lugar, antes de la intervención de Sócrates (y de su boca, la de Diotima), cuando toma la palabra el propio Agatón. Un momento, hay que decirlo, muy esperado por todos los que allí se dan cita: por un lado, por el estatus social que ocupa en el encuentro (anfitrión), pero, sobre todo, porque no hay quien ignore el dominio que el poeta posee del lenguaje, lo que convierte sus discursos en verdaderas obras de arte que encandilan al más templado.
Sin embargo, debemos imaginar desde muy pronto a un Sócrates escéptico respecto a esta intervención de Agatón. Éste inicia su elogio a Eros de una manera nada sospechosa y un tanto formal: “En primer lugar quiero indicar cómo debo hacer la exposición y luego pronunciar el discurso mismo”, pues, a pesar de que sus anteriores compañeros han hablado de muy variados asuntos, no lo han hecho, a su juicio, del mejor modo posible, ya que “no han encomiado al dios, sino que han felicitado a los hombres por los bienes que él les causa”. La intención de Agatón, nos cuenta él mismo, es descifrar la auténtica naturaleza de Eros, para más tarde desprender de ella sus posibles efectos en la esfera humana. A pesar de su originaria y loable intención, la intervención de Agatón cobra tintes evanescentes (muy discutibles desde el punto de vista argumentativo) y culmina, finalmente, con un bello himno en el que se exponen las más llamativas características de Eros. Y es que, para Agatón, la música de las palabras desempeña un papel fundamental en el ejercicio de su oficio. Un oficio que, a fin de cuentas (y él lo sabe muy bien), consiste en el poder que sobre los sentimientos pueden ejercer las palabras si son expuestas de la manera adecuada.

La crítica socrática no se hace esperar. Cuando Erixímaco pregunta al filósofo ateniense si no se siente nervioso por la inminencia de su intervención, tan seguida de la maravillosa y abrumadora ponencia de Agatón, Sócrates contesta: “¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo, no sólo yo, sino cualquier otro que tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas?”, es decir, se pregunta Sócrates, ¿quién no caería rendido y embelesado ante el influjo que alguien como Agatón imprime a las palabras, con independencia del tema tratado? Ahora bien, ¿es esto lo realmente importante cuando de lo que se trata es de que la verdad haga aparición?

La puntilla la dará Sócrates cuando sitúa al mismo nivel que al poeta al sofista Gorgias, de manera que a Agatón le es asignado el papel de “poeta-sofista” –que a éste tan poco gustará–. Si algo ha hecho el anfitrión del banquete a ojos de Sócrates es disolver la materia en la forma, derretir el concepto en la imagen y, en definitiva, tornar el contenido del discurso en pura palabrería. Argucias que nada tienen que ver con la intención socrática de “decir la verdad”. Al filósofo le molesta enormemente que sus anteriores compañeros, y más incluso el poeta Agatón, hayan perdido el tiempo “removiendo” todo tipo de palabras, seleccionando distintos aspectos que, fueran o no ciertos, son presentados “de la manera más atractiva posible”. Reprimenda sin parangón en los diálogos platónicos la que Sócrates propina a sus interlocutores tras la malhadada intervención de Agatón.

Sócrates no desea llevar a cabo una “ficción” de elogio a Eros, sino un elogio según la verdad de la cosa. La oratoria, en este sentido, está fuera de lugar. Por contra, el poeta no duda en regalar el oído del auditorio con la única finalidad de deleitar a los presentes, algo que tan en contra está de la educación que Platón presenta en su programa pedagógico de la República. Si acudimos, por ejemplo, al Gorgias (502 b-c), comprobaremos cómo Sócrates equipara la poesía trágica a la retórica, que sólo busca ofrecer placer al público y, en última instancia, su admiración y la subsiguiente adulación. La conclusión del filósofo es apabullante: “Así que la poética viene a ser una demagogia”.
No pensemos que esta crítica moral deja fuera de juego a la poesía de manera definitiva, pues tanto en Leyes como en República Platón reconoce en repetidas ocasiones la labor educativa de la poesía y de los poetas, aunque, eso sí, critica el modo en que éstos llevan a cabo su oficio. Un modo que siempre habrá de estar guiado por la filosofía. Por ejemplo, afirmará que los poetas nos seducen con “mentiras innobles” (República, 377e) sobre los dioses, a quienes envuelven sin ningún tipo de pudor en refriegas que sólo tienen lugar en el terreno humano (guerras de amplio calado, truculentas historias de amor y sexo, etc.). En opinión de Platón (República, 387e), los llantos y las quejas de los rapsodas deben ser eliminados de sus representaciones, pues lo único que consiguen es que el público se sienta legitimado a actuar de igual manera en su vida.

Para el discípulo de Sócrates, el problema principal no es que las historias que los poetas transmiten sean falsas, sino que son vergonzosas desde un punto de vista moral (República, 378b-e); por mucho que justifiquen sus discursos a través del recurso a la alegoría, lo realmente dañino de sus intervenciones es la impresión que generan en el auditorio. Una ciudad regida por filósofos (República., 378d) no puede permitirse este tipo de actitudes: todo ha de estar encaminado a conseguir la excelencia de los ciudadanos. Los poetas, a juicio de Platón ponen sobre la mesa el peor lado del ser humano, su imagen cuando está dominado por su parte más irracional, por la más desbocada y sensible, por lo que quedamos sujetos a emociones contradictorias. Por eso, argumentaba, los poetas empujan con sus bellos discursos al desarrollo de esa parte irracional. Teniendo en cuenta la importancia que Platón otorgaba a la educación moral, los poetas, no pueden instalarse, sin perjuicio para todos, en la ciudad ideal, aunque sí se permitirán los himnos de quienes cantan a los dioses y hacen elogios de los buenos actos y palabras del pasado. La crítica de Platón se a la poesía se dirige, así, a su carácter emotivo, en tanto que estimulan las pasiones que alimentan lo peor que hay en nosotros.

Es decir, que el poeta, para Platón, al cultivar su poco juicioso gusto por las atrocidades humanas, por el infortunio, la calumnia o la muerte, retrata el peor de los lados humanos. Un perfil que expone ante la atenta mirada de un auditorio ávido por escuchar sus historias, en las que los personajes se encuentran bajo el fatal imperio de lo irracional y lo sensible. Así, en el Ion (535c-e), Sócrates interroga al joven rapsoda sobre este asunto en particular: “¿Sabes, pues, que también en la mayoría de los espectadores provocáis vosotros esos mismos efectos?”, o en otras palabras: ¿sabes, Ion, que estáis haciendo un flaco favor a la sociedad al procurar un ejercicio mimético sobre aquello que de peor existe en nosotros? Si algo hay que imitar, es la virtud, mientras se evita el fomento de actitudes que deforman lo real y que sólo nos transiten la pura apariencia de las cosas.
Una crítica que puede acompañarse de otra de corte epistemológico, cuando por ejemplo en la Apología (22a-c) Sócrates asegura que los poetas no hacen lo que hacen…
… por sabiduría, sino por cierta cualidad natural e inspirados por un dios, como los adivinos y los compositores de oráculos, ya que éstos dicen también cosas bellas, pero no entienden nada de lo que dicen. Me pareció que, asimismo, los poetas experimentaban una experiencia tal, y a la vez me di cuenta de que ellos creían que eran hombres muy sabios, incluso en las demás cosas en las que no lo eran, a causa de la poesía.
La poesía no sólo fomenta el delirio y la imitación de acciones que nos dejan desarmados ante las veleidades del Destino, sino que además Platón cree no estar seguro de si poseen un conocimiento certero de su propia actividad y, más allá, de aquello que cantan. Un aspecto que el Ion presenta desde el comienzo (530b-c):
Por cierto, Ion, créeme que en numerosas ocasiones os he envidiado a vosotros, los rapsodas, por vuestro arte; pues conviene siempre a vuestro arte adornar el cuerpo y aparecer del modo más hermoso posible; y por otro lado, os es necesario ocupar vuestro tiempo en otros muchos y buenos poetas, y muy especialmente en Homero […]. Todo esto es envidiable, pues uno no llegaría a ser un buen rapsoda si no comprendiera las cosas dichas por el poeta. En efecto, el rapsoda debe llegar a ser un intérprete del pensamiento del poeta para los que escuchan, y hacer eso correctamente sin saber qué dice el poeta es imposible.

Y es que, a fin de cuentas (República, VII), Platón no puede reconocer…

… otra ciencia, que haga al alma mirar a lo alto, que la que tiene por objeto lo que es (el ser) y lo que no se ve, ya se adquiera esta ciencia mirando a lo alto con la boca abierta, ya bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos; mientras que si alguno mira a lo alto con la boca abierta para aprender algo sensible, niego que aprenda nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma no mira a lo alto sino hacia abajo, aunque esté acostado boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.
Carlos Javier González Serrano

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