Sin embargo,
Platón no se ocupa del amor al modo aristotélico, es decir, analizándolo casi
científicamente, sino que le interesa más bien por cuanto supone la forma –o exteriorización– más fuerte del deseo,
aunque no de cualquier cosa, como mera apetencia, sino como el deseo de lo bello (tô kalón) que, en el
fondo, guarda para el filósofo un interesante y acusado parentesco con lo bueno
(agathón).
Aunque
debemos ser conscientes, avisa Platón, de que este deseo puede llegar a
corromperse (véase, por ejemplo, República X,
573a-575a), o lo que es lo mismo, puede tender a lo peor. La explicación que
dará nuestro filósofo es que puede llegar a aceptarse como bueno el deseo
carente de ley (desordenado): si algo contienen los deseos criminales, es un
componente desestabilizador, que corrompe a fin de cuentas nuestra parte
racional. Si recordamos algunos fragmentos del diálogo Fedro, observamos cómo el caballo oscuro (el de la
concupiscencia) sólo puede alcanzar su meta con el consentimiento del auriga,
que no es otro que la razón. Llegamos, pues, a la primera conclusión de
Platón: el deseo debe ser convenientemente encaminado, guiado.
Por ello, y por
lo que toca a El Banquete, encontramos en
Platón toda una teoría del deseo, y en concreto,
del deseo racional del bien entendido como lo bello y lo bueno. La clave, en
última instancia, es dar con el dispositivo –con el método– que permita conciliar razón y deseo. En opinión de Platón, puede
establecerse un símil entre la dirección del banquete y la de la guerra, pues
tanto el invitado al primero como el estratego son, cada uno a su manera, una
suerte de elegidos. Si ponemos nuestra atención en Leyes (639 b), comprobaremos cómo Platón se
refiere a una curiosa embriaguez: quien bebe debe ser capaz de mantener una
compostura debida, al igual que el gobernante ha de hacer todo lo posible por
desarrollar la concordia y la amistad entre los miembros de la sociedad (synoysía), con el objetivo de hacerla más sólida (Leyes, 640 d).
Vemos así
que El Banquete no encierra sólo un significado
antropológico-filosófico, como se sostiene habitualmente, sino también un
fundamental componente político y educativo,
ya que presenta todo un arte de controlar la embriaguez (es decir, el frenesí
al que pueden entregarse los sentidos desbocados) que se traduce en la certeza
platónica de que las leyes propias del banquete permiten el acceso a un placer
muy particular: el placer cultural, inspirado por las musas,
que facilita al filósofo buscar la verdad –no como un mero diletante, sino como
un auténtico escrutador de la realidad–.
La escena que
el filósofo ateniense nos presenta en El Banquete se
inicia, precisamente, cuando los comensales de un particular festejo han
acabado de comer y se disponen a echar mano de la bebida. Este colofón, que no
estará exento de ciertas reglas (al contrario que lo que sucede, por ejemplo,
en el caos palpable de Los borrachos de Velázquez), dará lugar a un sugerente y
extenso coloquio entre los invitados a la reunión. En todo momento palpamos
una atmósfera casi festiva, en la que los protagonistas se
sienten muy cómodos y donde la conversación tiene lugar en una amistosa compañía.
Como
es bien sabido, el “simposio” o banquete fue un acto social
muy arraigado en la época de Platón, y suponía una magnífica
culminación para un encuentro entre amigos en el que se charlaba de manera
distendida sobre diversos asuntos. En el caso del diálogo platónico del que
ahora nos ocupamos, el tema sobre el que girará la conversación será el amor (Eros); una conversación que se
estructura en varios discursos y que, se puede decir, adquirirá por momentos
los tintes de una auténtica competición en
la que cada ponente intentará, si no rebatir, sí al menos complementar e
incluso completar las intervenciones de los anteriores interlocutores.
Aunque
este interés por el amor no es nuevo (el propio Platón ya lo había tratado
en Lisis, y contamos, por ejemplo, con alguna reflexión
interesante como la de Sófocles en Antígona), sí hemos de notar que es el
discípulo de Sócrates quien logra, en El Banquete,
establecer una prolija caracterización de Eros a través de la confrontación de
distintas opiniones sobre su naturaleza.
Eros,
invencible en batallas, Eros que te abalanzas sobre nuestros animales, que
estás apostado en las delicadas mejillas de las doncellas. Frecuentas los
caminos de mar y habitas en las agrestes moradas, y nadie, ni entre los
inmortales ni entre los perecederos hombres, es capaz de rehuirte, y el que e
posee está fuera de sí. Tú arrastras las mentes de los justos al camino de la
injusticia para su ruina. Tú has levantado en los hombres esta disputa entre
los de la misma sangre. Es clara la victoria del deseo que emana de los ojos de
la joven desposada, del deseo que tiene su puesto en los fundamentos de las
grandes instituciones. Pues la divina Afrodita de todo se burla invencible.
Sófocles, Antígona (783-800)
Sófocles, Antígona (783-800)
A diferencia de
otros diálogos platónicos (la mayor parte de ellos adquiere la forma clásica de
un diálogo prototípico, en el que un interrogador Sócrates inquiere
insistentemente al contertulio de turno), y salvo su parte final, El Banquete se forja mediante la introducción
lineal de varias intervenciones que, finalmente, permitirán la fulgurante
entrada en la escena de Diotima.
No
sin razón los misterios griegos empiezan también con las ceremonias
purificadoras, al igual que los bárbaros comienzan con la ablución. Después de
ello siguen los pequeños misterios, que conciernen a toda la vida: y ahí no hay
nada que aprender, sino contemplar y meditar profundamente sobre la naturaleza
y la realidad.
Clemente de Alejandría, Stromata, V, 11
Clemente de Alejandría, Stromata, V, 11
El diálogo se
inicia de una forma un tanto particular, que bien merece comentario aparte. La
primera escena de El Banquete comienza con un
peculiar encuentro entre Apolodoro y Glaucón. Este último se interesa vivamente
por aquella ocasión, sobre la que quisiera “informarse con detalle”, en la que
Agatón, Sócrates, Alcibíades y otros egregios personajes se reunieron en un
banquete para hablar sobre el amor. Con ello, Platón nos sugiere que no vamos a
asistir a una narración directa, sino indirecta, que va a ser comunicada por
Apolodoro. Este no participó en la celebración, sino que, a su vez, fue
informado de ella por boca de Aristodemo.
Los
acontecimientos que se nos cuentan en El Banquete adquieren
así una dimensión legendaria, casi mítica: encontramos, por lo
pronto, una narración dentro de otra narración. Al marcar esta curiosa
distancia narrativa, Platón también indica, de manera indirecta, que el asunto
sobre el cual versará el diálogo (el amor) encierra tintes míticos, de un
tiempo remoto, acaso imposible, pero sin embargo verosímil. A la vez, este
complejo inicio responde a la delicada tesitura que se palpa en época de
Platón respecto al conflicto entre texto escrito y discurso oral, pues Atenas
vivía una auténtica revolución cultural en
la que la escritura terminará imponiéndose sobre la oralidad. Aunque nuestro
filósofo no dudará en dar la importancia adecuada al texto escrito, no
admitirá, sin embargo, la “superioridad moral” que algunas personalidades de su
época deseaban adscribirle. En un guiño hacia su concepción sobre la inmortalidad del alma y la importancia de la memoria,
Platón sostiene que la escritura debe funcionar como un medio para recordar
aquellos dictados que el lector, por otra parte, ya debería conocer a través
precisamente de una fuente oral. El propio Platón pone sobre la mesa este
intenso debate en un acalorado fragmento de su Carta VII (341b-d).
Al
menos una cosa puedo afirmar sobre todos los que han escrito y escribirán, y
que dicen saber de lo que yo cultivo, bien porque lo recibieron de mí, bien
porque lo descubrieron ellos mismos: según mi parecer, no es posible que
ninguno de ellos entienda nada sobre la materia, y de seguro que no hay ni
habrá jamás un escrito mío sobre estos temas, pues no pueden ser formulados de
ningún modo, a la manera de otros saberes, sino que sólo tras mucho trato y
convivencia con esta materia, repentinamente, como la lumbre que brota de una
chispa, surge este saber en el alma y se alimenta ya por sí mismo.
El comienzo
de El Banquete, pues, no responde a un mero recurso
literario (aunque sea, también, una de sus funciones), sino que Platón parece
advertirnos: cuidado, atenienses, con lo que os cuentan, pues la credibilidad
de cada interlocutor debe ser puesta a prueba a través de la fuente que
originariamente informa. Por otro lado, esta “narración de otra narración” (el
carácter indirecto del diálogo) parece responder incluso a la tradicional
estructura cuentística de “Érase una vez…”;
con ello, Platón nos sitúa en una dimensión fabulosa, una esfera acaso
atemporal. Una apelación a lo maravilloso de
los cuentos y las narraciones míticas que tal vez tenga mucho que ver con las
enseñanzas finales de una Diotima que, como sabemos, nos introducirá en los
–aparentemente insondables– “misterios” del amor, el Bien y la Belleza.
Fijemos
ahora nuestra atención sobre uno de los diálogos más breves y desconocidos
de Platón, el Ion, de gran
importancia en su pensamiento social y antropológico. Quizás sea
conveniente comenzar, de nuevo, con una alusión a El Banquete. En este diálogo, en el que, como ya se ha
apuntado, asistimos a una reunión que tiene como anfitrión al poeta Agatón (que
acababa de ganar por aquel entonces un certamen trágico), y en la que se dan
cita diversas personalidades intelectuales de la época, Fedro (considerado el
“padre del discurso”) propone loar a Eros (amor) con
los mejores discursos que los contertulios sean capaces de proferir. Es en el
quinto lugar, antes de la intervención de Sócrates (y de
su boca, la de Diotima), cuando toma la palabra el
propio Agatón. Un momento, hay que decirlo, muy esperado por todos los que allí
se dan cita: por un lado, por el estatus social que ocupa en el encuentro
(anfitrión), pero, sobre todo, porque no hay quien ignore el dominio que el poeta posee del lenguaje, lo que
convierte sus discursos en verdaderas obras de arte que encandilan al más
templado.
Sin embargo,
debemos imaginar desde muy pronto a un Sócrates escéptico respecto a esta
intervención de Agatón. Éste inicia su elogio a Eros de una manera nada sospechosa
y un tanto formal: “En primer lugar quiero indicar cómo debo hacer la
exposición y luego pronunciar el discurso mismo”, pues, a pesar de que sus
anteriores compañeros han hablado de muy variados asuntos, no lo han hecho, a
su juicio, del mejor modo posible, ya que “no han encomiado al dios, sino que
han felicitado a los hombres por los bienes que él les causa”. La intención de
Agatón, nos cuenta él mismo, es descifrar la auténtica
naturaleza de Eros, para más tarde desprender de ella sus posibles
efectos en la esfera humana. A pesar de su originaria y loable intención,
la intervención de Agatón cobra tintes evanescentes (muy discutibles desde el
punto de vista argumentativo) y culmina, finalmente, con un bello himno en el
que se exponen las más llamativas características de Eros. Y es que, para
Agatón, la música de las palabras desempeña un papel
fundamental en el ejercicio de su oficio. Un oficio que, a fin de cuentas (y él
lo sabe muy bien), consiste en el poder que sobre los sentimientos
pueden ejercer las palabras si son expuestas de la manera
adecuada.
La crítica
socrática no se hace esperar. Cuando Erixímaco pregunta al filósofo ateniense
si no se siente nervioso por la inminencia de su intervención, tan seguida de
la maravillosa y abrumadora ponencia de Agatón, Sócrates contesta: “¿Y cómo,
feliz Erixímaco, no voy a estarlo, no sólo yo, sino cualquier otro que tenga la
intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y
variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente
admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién
no quedaría impresionado al oírlas?”, es decir, se pregunta Sócrates, ¿quién no
caería rendido y embelesado ante el influjo que alguien como Agatón imprime a
las palabras, con independencia del tema tratado? Ahora bien, ¿es esto lo
realmente importante cuando de lo que se trata es de que la verdad haga aparición?
La puntilla la
dará Sócrates cuando sitúa al mismo nivel que al poeta al sofista Gorgias, de
manera que a Agatón le es asignado el papel de “poeta-sofista” –que
a éste tan poco gustará–. Si algo ha hecho el anfitrión del banquete a ojos de
Sócrates es disolver la materia en la forma, derretir el concepto en la imagen
y, en definitiva, tornar el contenido del discurso en pura palabrería. Argucias que nada tienen que ver con
la intención socrática de “decir la verdad”. Al filósofo le molesta enormemente
que sus anteriores compañeros, y más incluso el poeta Agatón, hayan perdido el
tiempo “removiendo” todo tipo de palabras, seleccionando distintos aspectos
que, fueran o no ciertos, son presentados “de la manera más atractiva posible”.
Reprimenda sin parangón en los diálogos platónicos la que Sócrates propina a
sus interlocutores tras la malhadada intervención de Agatón.
Sócrates
no desea llevar a cabo una “ficción” de elogio a Eros, sino un elogio según la
verdad de la cosa. La oratoria, en este
sentido, está fuera de lugar. Por contra, el poeta no duda en regalar el oído
del auditorio con la única finalidad de deleitar a los presentes, algo que tan
en contra está de la educación que Platón presenta en su programa pedagógico de
la República. Si acudimos, por ejemplo, al Gorgias (502 b-c), comprobaremos cómo Sócrates
equipara la poesía trágica a la retórica, que sólo busca ofrecer placer al
público y, en última instancia, su admiración y la subsiguiente
adulación. La conclusión del filósofo es apabullante: “Así que la poética viene a ser una demagogia”.
No pensemos que
esta crítica moral deja fuera de juego a la poesía de manera definitiva, pues
tanto en Leyes como en República Platón
reconoce en repetidas ocasiones la labor educativa de la poesía
y de los poetas, aunque, eso sí, critica el modo en que éstos llevan
a cabo su oficio. Un modo que siempre habrá de estar guiado por la filosofía. Por ejemplo, afirmará que los poetas nos seducen con “mentiras innobles” (República, 377e) sobre los dioses, a quienes envuelven
sin ningún tipo de pudor en refriegas que sólo tienen lugar en el terreno humano
(guerras de amplio calado, truculentas historias de amor y sexo, etc.). En
opinión de Platón (República, 387e), los llantos y las
quejas de los rapsodas deben ser eliminados de sus representaciones, pues lo
único que consiguen es que el público se sienta legitimado a actuar de igual
manera en su vida.
Para el
discípulo de Sócrates, el problema principal no es que las historias que los
poetas transmiten sean falsas, sino que son vergonzosas desde un punto
de vista moral (República, 378b-e);
por mucho que justifiquen sus discursos a través del recurso a la alegoría, lo
realmente dañino de sus intervenciones es la impresión que generan en el
auditorio. Una ciudad regida por filósofos (República., 378d) no
puede permitirse este tipo de actitudes: todo ha de estar encaminado a conseguir la excelencia de los ciudadanos. Los
poetas, a juicio de Platón ponen sobre la mesa el peor lado del ser humano, su
imagen cuando está dominado por su parte más irracional, por la más desbocada y
sensible, por lo que quedamos sujetos a emociones contradictorias. Por eso,
argumentaba, los poetas empujan con sus bellos discursos al desarrollo de esa
parte irracional. Teniendo en cuenta la importancia que Platón otorgaba a la
educación moral, los poetas, no pueden instalarse, sin perjuicio para todos, en
la ciudad ideal, aunque sí se permitirán los himnos de quienes cantan a los
dioses y hacen elogios de los buenos actos y palabras del pasado. La crítica de
Platón se a la poesía se dirige, así, a su carácter emotivo, en tanto que
estimulan las pasiones que alimentan lo peor que hay en nosotros.
Es
decir, que el poeta, para Platón, al cultivar su poco juicioso gusto por las
atrocidades humanas, por el infortunio, la calumnia o la muerte, retrata el peor de los lados humanos. Un perfil que
expone ante la atenta mirada de un auditorio ávido por escuchar sus historias,
en las que los personajes se encuentran bajo el fatal imperio de lo irracional
y lo sensible. Así, en el Ion (535c-e),
Sócrates interroga al joven rapsoda sobre este asunto en particular: “¿Sabes,
pues, que también en la mayoría de los espectadores provocáis vosotros esos
mismos efectos?”, o en otras palabras: ¿sabes, Ion, que estáis haciendo un
flaco favor a la sociedad al procurar un ejercicio mimético sobre aquello que
de peor existe en nosotros? Si algo hay que imitar, es la
virtud, mientras se evita el fomento de actitudes que deforman lo
real y que sólo nos transiten la pura apariencia de las cosas.
Una
crítica que puede acompañarse de otra de corte epistemológico, cuando por
ejemplo en la Apología (22a-c) Sócrates
asegura que los poetas no hacen lo que hacen…
…
por sabiduría, sino por cierta cualidad natural e inspirados por un dios, como
los adivinos y los compositores de oráculos, ya que éstos dicen también cosas
bellas, pero no entienden nada de lo que dicen. Me pareció que, asimismo, los
poetas experimentaban una experiencia tal, y a la vez me di cuenta de que ellos
creían que eran hombres muy sabios, incluso en las demás cosas en las que no lo
eran, a causa de la poesía.
La
poesía no sólo fomenta el delirio y la imitación de acciones
que nos dejan desarmados ante las veleidades del Destino, sino
que además Platón cree no estar seguro de si poseen un conocimiento certero de
su propia actividad y, más allá, de aquello que cantan. Un aspecto que el Ion presenta desde el comienzo (530b-c):
Por
cierto, Ion, créeme que en numerosas ocasiones os he envidiado a vosotros, los
rapsodas, por vuestro arte; pues conviene siempre a vuestro arte adornar el
cuerpo y aparecer del modo más hermoso posible; y por otro lado, os es
necesario ocupar vuestro tiempo en otros muchos y buenos poetas, y muy
especialmente en Homero […]. Todo esto es envidiable, pues uno no llegaría a
ser un buen rapsoda si no comprendiera las cosas dichas por el poeta. En
efecto, el rapsoda debe llegar a ser un intérprete del pensamiento del poeta
para los que escuchan, y hacer eso correctamente sin saber qué dice el poeta es
imposible.
Y es que, a fin
de cuentas (República, VII), Platón no puede reconocer…
… otra ciencia, que haga al alma mirar a lo alto, que la que tiene por objeto lo que es (el ser) y lo que no se ve, ya se adquiera esta ciencia mirando a lo alto con la boca abierta, ya bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos; mientras que si alguno mira a lo alto con la boca abierta para aprender algo sensible, niego que aprenda nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma no mira a lo alto sino hacia abajo, aunque esté acostado boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.
Carlos Javier González Serrano
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