Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos.(Dostoyevski)
Corren tiempos de incertidumbre y zozobra. Tiempos para retomar la cuestión por el sentido. La experiencia del psiquiatra Viktor Frankl (1905-1997) en Auschwitz reforzó en él la idea, que se transformó más tarde en una fuerte convicción existencial, de aceptar el sufrimiento, de no renegar de él. No se trata de una mera resignación frente al mal padecido, sino, más allá, de dar sentido al propio dolor. Tras una primera fase en la que Frankl no tenía claro si lo mejor era olvidar sus vivencias en el campo de concentración, decidió que debía acogerlas en su memoria como un legado más de la propia vida, que ponía a su disposición un material muy rico (por nefasto que éste fuera) para reelaborar sus creencias y certezas.
La realidad se desvanecía ante nosotros, el mundo emocional se amortiguaba, y todos los esfuerzos se concentraban en una única tarea: conservar nuestra vida y la vida de los camaradas amigos. Cuando la noche caía y los prisioneros –como rebaños– regresaban al campo desde sus lugares de trabajo, con frecuenta se escuchaba un respiro de alivio y un susurro: “Menos mal, vivimos otro día más”.
El hombre en busca de sentido es sin duda uno de los ensayos clásicos del siglo XX, una lectura obligada para conocer de primera mano los horrores de los campos. Tras unos días internado, Frankl rememora sus sensaciones:
La tortura interior se intensificaba con otras sensaciones más dolorosas, que el prisionero intentaba amortiguar en su intimidad. La principal era su incontrolada añoranza por su hogar y su familia. A veces era tan aguda que el recluso se consumía de simple nostalgia. Seguía después una fuerte repugnancia frente a la horrible fealdad que le rodeaba.
No era tanto el dolor físico infligido como la humillación y la indignación provocadas por la injusticia lo que hacía de los internos poseedores de una penosa consciencia de la irracionalidad de aquellos sucesos. El conflicto mental, recuerda, era atroz, provocado por las “luchas de voluntad a las que se enfrenta alguien hambriento”.
Aunque escasas, pero necesarias, las certidumbres de Frankl comenzaron a hacerse cada vez más patentes en sus días de reclusión: “Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad sin contempla el rostro de su ser querido”. El amor, sostiene Frankl en el libro, trasciende la realidad física e individual del ser humano y encuentra “su sentido más profundo en el ser espiritual del otro, en su yo íntimo”.
Que esté o no presente esa persona, que continúe viva o no, de algún modo pierde su importancia. Ignoraba si mi mujer vivía y carecía de medios para averiguarlo […]. No sentía ninguna necesidad de comprobarlo: nada podía afectar a la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o a la mirada amorosa de su figura espiritualizada.
Sin duda, el capítulo que resume el pensamiento de Viktor Frank en El hombre en busca de sentido es “La libertad interior”, en el que se pregunta por el significado de la libertad en una situación de confinamiento, de constante observación por parte del enemigo, de imposibilidad de estar solo. ¿Acaso el ser humano es sólo el sumatorio de las circunstancias externas que le acaecen? Frankl responde con un rotundo no a esta pregunta, y apela a la capacidad de decisión interior cuando esos sucesos anulan o limitan la libertad de elegir el comportamiento externo, y asegura que las experiencias de la vida en un campo de concentración muestran, como pocas, que el ser humano siempre mantiene su capacidad de elección.
Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades –la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino– para decidir su propio camino.
Es esa libertad interior la que, en ningún caso, puede ser destruida y lo que, además, a juicio de Frankl, confiere una intención y un sentido a la existencia. Cuando las circunstancias se ponen en contra, ha de construirse un sentimiento de fortalecimiento, convertirnos en baluartes de nosotros mismos y mantener una “actitud erguida” ante nuestro destino adverso, pues, en ese momento, apunta Frankl, es la propia vida la que está hablando y nos señala “inexorablemente un camino”.
Cuando uno se enfrenta con un destino ineludible, inapelable e irrevocable (una enfermedad incurable, un cáncer terminal…), entonces la vida ofrece la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más profundo: aceptar el sufrimiento. El valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento.
La existencia misma, sobre todo en las circunstancias más onerosas y menos favorables, es la que, a fin de cuentas y de forma irrenunciable, interroga al ser humano y le invita a dotarla y llenarla de sentido. Debemos contestar de una única manera: respondiendo de nuestra propia vida, de nuestros propios actos y decisiones, con un profundo sentido de la responsabilidad. Sólo a través de esta (consciencia de la) responsabilidad única y personal se puede dar respuesta a la vida. El hombre en busca de sentido es un libro imprescindible para tiempos difíciles: aunque ¿hubo alguna vez tiempos fáciles?
El talante con el que alguien acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad –incluso bajo las circunstancias más adversas– para dotar a su vida de un sentido más profundo. Aun en esas situaciones se le permite conservar su valor, su dignidad, su generosidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario