Si algo reivindicó Jean-Paul Sartre en sus escritos, frente a lo que en muchas ocasiones suele pensarse, es un sano humanismo, presidido por la corriente que, desde su aparición como pensador, dio en llamarse existencialismo, que se presenta como una concepción global de la vida humana. Desde muy pronto se separó de toda forma de teísmo, especialmente del cristianismo, aunque también quiso desvincularse netamente de algunos supuestos políticos, como el comunismo más radical; ambas convicciones le llevaron a recibir críticas de numerosos sectores.
Sartre defendió en muchas de sus conferencias y escritos que no recomendaba, en absoluto, la resignación o una suerte de “quietismo de la desesperación”. Nada más lejos de la realidad, pues para él esta especie de estoicismo mal entendido no conduce más que a la inacción, es decir, a la vacía y perjudicial convicción de que cualquier solución a los problemas humanos está clausurada, a la mala fe.
El ser humano se siente, por un lado, aislado frente a la pregunta “¿qué voy a hacer?”, de donde surge la angustia, lo que conduce, a su vez, al miedo ante los seres que pueblan el mundo, ante los otros, ante la ajenidad. Pero este miedo no es más que un dejarse hacer de la circunstancia frente a uno mismo: el ser humano, al contrario, ha de actuar y posicionarse frente y sobre la situación en la que se encuentra. De ahí la necesaria angustia, que en absoluto se identifica con el miedo. La angustia frente a la libertad es algo connatural al ser humano, mientras que el miedo lo inmoviliza y lo debilita, lo deshumaniza. Así, la angustia es la aprehensión reflexiva del sí-mismo, de nuestra responsabilidad de actuar en y para el mundo, de no ser vasallos de los acontecimientos.
Si bien el miedo nos sitúa ante nosotros mismos como una cosa material, como un cuerpo, como si fuéramos entes pasivos ante las posibilidades que se nos presentan desde fuera, como si fuéramos un objeto más del mundo, debemos captarnos como una realidad que trasciende esa materialidad (lo en-sí) que en ocasiones parece imponerse en nuestra existencia. El existencialismo consiste en tomar consciencia de la responsabilidad de nuestras acciones, para reaccionar reflexivamente en el mundo y convertir lo que nos aparece inamovible en posibilidades. Escapamos del miedo en virtud de tales posibilidades, de nuestra capacidad para trascender a través de la actividad, de las acciones, esa presunta inamovilidad. La posibilidad es, precisamente, lo que se opone a lo que permanece determinado de una vez para siempre.
La angustia surge porque nuestros motivos son sólo posibles: somos nosotros quienes tenemos ante nosotros las posibilidades a realizar. Somos posibilidad. Es la angustia de situarnos con y frente a nuestra libertad. Lo en-sí, los hechos, no nos determinan, sino que podemos hacer de ellos el promontorio desde el que transmutar “el hecho” en “posibilidad”. Existe una “nada”, una discontinuidad, entre lo en-sí (lo que es siempre igual y no puede cambiar) y el para-sí, el ser humano, el único ser capaz de actuar y hacer del hecho una posibilidad. Es esa nada, precisamente, lo que nos precipita a la sana y movilizadora angustia de sentirnos libres.
Por eso existe una incapacidad para definir la libertad, pues es lo que no es. Somos capaces de mudar aquello que parece firme e inflexible en algo modificable, voluble. A través de nuestra libertad introducimos una negación en el mundo: la libertad es la huída de lo en-sí, y por eso surge la angustia: como una percepción de la nada que somos, por nuestra capacidad de dudar y zozobrar ante una situación, de hacerla nada y convertirla en algo mediante nuestras elecciones. Es por eso que la libertad, al fin y al cabo, se identifica con la existencia humana, y que por ello no hay, a juicio de Sartre, una humanismo más radical que el existencialismo que nos expone a la angustia de la propia libertad. Él mismo lo asegura: “Entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana”, es decir, una libertad en ejercicio.
Lo que dice el existencialista es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe la de dejar de ser héroe. Lo que tiene importancia es el compromiso total.
Lo que aterra de la doctrina sartreana es que, a fin de cuentas, sitúa la entera posibilidad de elección en el ser humano, nos expone, nos aboca, nos obliga a vivir en y por ella. Existimos antes de poder ser definidos por concepto alguno: surgimos en el mundo y después, en el ejercicio de nuestra libertad, nos definimos hasta el día de nuestra muerte: “El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente”. Somos responsables de lo que hacemos de nosotros: no otra cosa quiere decir en Sartre que la existencia precede a nuestra esencia. Somos existencia en estado puro; quien se entrega al esencialismo, a cualquier forma de teísmo o dogma cerrado, renuncia a su libertad, lo más definitorio del ser humano.
Es ésta la condena a ser libres, nuestro desamparo, que es, a la vez, nuestro más preciado don. “No hay determinismo”, asegura Sartre, somos libres, el ser humano es libertad, y estamos solos y no tenemos excusas. Somos nuestro propio porvenir, un porvenir por hacer, virgen, por crear: una vez que somos arrojados al mundo somos responsables de todo cuanto hacemos. Entregarse al determinismo es dejarse derrotar por las circunstancias, por lo en-sí, por lo que no puede ser de otra manera. Somos nosotros quienes elegimos el sentido que esas circunstancias albergan; no hay moral que pueda dirigir nuestra acción, ni mucho menos que deba hacerlo. “El desamparo, asegura Sartre, implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser. El desamparo va junto con la angustia”. Por eso, el cobarde es culpable de su cobardía: sólo quien se compromete consigo mismo y, por tanto, con la humanidad, “dibuja su figura, y fuera de esta figura no hay nada”. Pues al actuar elegimos, de alguna manera, la humanidad que queremos forjar, crear, desarrollar.
Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, en los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer. […] El ser humano se hace; no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir una. No definimos al hombre sino en relación con su compromiso.
Por eso, el existencialismo es, finalmente, un optimismo, pues somos nosotros quienes elegimos nuestro destino. Tenemos que vérnoslas, escribía Sartre, “con una moral de acción y de compromiso”, la única posible en el caso del ser humano, que sólo encuentra su fundamento en la libertad, en el existencialismo que elige construir el propio destino en posibilidad abierta.
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