Byung-Chul Han: «Hoy no se tortura, sino que se "postea" y se "tuitea"»
El surcoreano Byung-Chul Han es la nueva estrella de la filosofía. Sus ensayos son auténticos «best sellers» que llevan meses en nuestra lista de más vendidos. Afirma que ha seguido en su vida, sin saberlo, el significado de su nombre
Nacido en Seúl, la capital de Corea del Sur, en 1959, Byung-Chul Han engañó a sus padres: les dijo que iba a proseguir sus estudios de Metalurgia en Alemania, pero en realidad fue persiguiendo una pasión que, reconoce, estaba inscrita en su nombre: «El símbolo chino para ‘Chul’ significa, según el sonido, ‘hierro’ o ‘metal’, pero, según el sentido, también ‘luz’. En coreano filosofía significa ‘Chul-Hak’, es decir, ‘ciencia de luz’. De esta manera seguí en mi vida, sin saberlo, el significado de mi nombre».
Estudió Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la de Múnich. Profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de las Artes de Berlín, lo último que ha publicado en España, y en Herder, la misma editorial que sus anteriores cuatro libros, es Psicopolítica, en el que dirige su mirada crítica «hacia las nuevas técnicas de poder del capitalismo neoliberal, que dan acceso a la esfera de la psique, convirtiéndola en su mayor fuerza de producción».
Siguiendo la pauta establecida por sus primeros ensayos, como La sociedad del cansancio y La agonía del Eros, Byung-Chul Han hace hincapié en que la psicopolítica recurre a un «sistema de dominación que, en lugar de emplear el poder opresor, utiliza un poder seductor, inteligente (smart), que consigue que los hombres se sometan por sí mismos al entramado de dominación».
No es nada fácil concertar una entrevista con el filósofo coreano con coleta y cazadora de cuero, que descarta ser fotografiado «porque hay poca luz» y «hay demasiadas fotos [suyas] en la red». Con la ayuda de su editor español, que estudió el terreno como si se tratara de un hipersensible campo de minas, el autor de La sociedad de la transparencia accedió a que nos viéramos en el café de Berlín en el que suele citarse con los plumillas: el Liebling. El café amoroso. Un café de tonos blancos, ruidoso, con música ambiente, poca luz y perfectamente inadecuado para una entrevista, y menos para una entrevista con un filósofo. Llega puntual y enseguida se da cuenta de su error. Le proponemos trasladarnos a la acera de enfrente, donde un desierto restaurante italiano (el D’Angelo), que bien podía haber servido de decorado para un episodio de El Padrino. Él se encarga de explorar el terreno, y da el visto bueno.
Sentados junto a una ventana que da a la noche, y que le servirá al filósofo para pensar con la mirada perdida durante minutos y minutos, hablamos a tres bandas: las preguntas en español han de ser vertidas al alemán, y viceversa. Tres tés verdes, una mesa cubierta con el ineludible mantel de cuadros rojos y blancos, y una vela temblorosa que acentúa la irrealidad del encuentro. Se nota que no le gustan las entrevistas, y mucho menos los periodistas, aunque indagará sobre el grado de conocimiento de su obra y de su figura en España.
Aunque dice que dispone de todo el tiempo del mundo, al cabo de media hora mirará por primera vez el reloj. La impaciencia le irá reconcomiendo hasta proponer que le enviemos las preguntas por correo electrónico. En dos horas que pasan con una lentitud exasperante, el momento más extraño es cuando a la pregunta de si la filosofía es un género literario o una disciplina científica responde: «Ninguna de las dos».
Entonces ¿qué es la filosofía?
Esa es una pregunta muy difícil.
Tras cuatro largos minutos de silencio contemplando la noche berlinesa intentará una respuesta. Pero tanto la pregunta como la respuesta desaparecerán de la versión final. Eran más de cuarenta los interrogantes que traía conmigo. Tras la criba a la que sometió el cuestionario el filósofo coreano, y que tuvo que sortear con el mejor tino la traductora e intérprete, Elizabeth Rudolph, esto es lo que quedó de la conversación (y de la correspondencia electrónica) con Byung-Chul Han, que llegó con un libro de tapas duras y negras que ocultó bajo sus manos finas y sin anillos. Hasta que lo abrió para precisar una idea: era una de sus obras.
Habla con los brazos cruzados, mira brevemente a los ojos. A veces se tapa el rostro con las manos. Es un manojo de contradicciones: sabe que depende de la prensa para que sus ideas se difundan, porque está claro que quiere influir con lo que dice, con su máquina de pensar. Pero le gustaría no tener que hacerlo. Dice de los periodistas culturales alemanes que han escrito libros que son arrogantes, y pregunta si son también así los españoles. Coge la tarjeta del plumilla venido de lejos, la mete con displicencia entre las páginas de su libro, pero después lo piensa mejor y, mientras contesta con fastidio a la última pregunta que malamente logramos hacerle, la retuerce, para dejarla finalmente abandonada sobre el mantel del restaurante mafioso. Byung-Chul Han. Un pensador de nuestro tiempo. Pero también un hombre misterioso. No será fácil descifrarle, aunque en sus libros se esmera en expresarse con claridad. La cortesía del filósofo. El enigma del hombre.
¿El verdadero filósofo es un aguafiestas, el encargado de difundir un mensaje que no se quiere escuchar?
Pienso que la gente que lee mis libros se siente muchas veces personalmente atacada. Algunos los leen casi como una biblia, pero otros los rehúyen como el diablo del agua bendita. Mis libros sacuden el sobrentendido en el que muchos se han acomodado. Concentran la atención de la gente en la parte interior fea, la que se oculta tras la bonita fachada. Dejan al descubierto ilusiones fatales. «Aguafiestas» sería un término demasiado suave.
En «Psicopolítica», su último ensayo, dice que la libertad ha sido un episodio, que vivimos en una luminosa e interconectada ilusión de libertad que en realidad no es más que una voluntaria esclavitud de soledades sin fin, y que, aunque queramos despertar, no podemos. ¿Es tan terrible nuestra realidad?
Vivimos realmente en una ilusión de libertad. No somos tan libres. Se ve que la comunicación que se considera libertad se transforma en vigilancia. Comunicación y transparencia también provocan una obligación a la conformidad. Hoy tenemos la impresión de que no somos sujetos sometidos, sino un proyecto que siempre se renueva, se reinventa y se mejora sin cesar. El problema es que este proyecto, en el que se convierte el sujeto sometido, se revela como figura forzada. El yo como proyecto revela coerciones del propio yo, que se reflejan, por ejemplo, en el aumento del rendimiento o la optimización. Vivimos en una fase histórica particular, en la que la propia libertad genera coerciones.
Para Karl Marx, el trabajo conduce a la alienación. El sí-mismo se destruye por el trabajo. Se aliena del mundo y de sí mismo a través del trabajo. Por eso dice que el trabajo es una autodesrealización. En nuestra época, el trabajo se presenta en forma de libertad y autorealización. Me (auto)exploto, pero creo que me realizo. En ese momento no aparece la sensación de alienación. De esta manera, el primer estadio del síndrome burnout (agotamiento) es la euforia. Entusiasmado, me vuelco en el trabajo hasta caer rendido. Me realizo hasta morir. Me optimizo hasta morir. Me exploto a mí mismo hasta quebrarme. Esta autoexplotación es más eficaz que la explotación ajena a la que se refería el marxismo, porque va acompañada de un sentimiento de libertad.
¿Por qué son tan breves sus libros? ¿Para no contribuir a la sociedad del cansancio?
Hace poco, en el periódico Die Zeit se publicó una entrevista en la que fui presentado como alguien capaz de derrumbar con pocas palabras construcciones enteras de pensamientos que sostienen nuestra vida cotidiana. Entonces ¿por qué hace falta escribir libros voluminosos? Se escriben libros voluminosos porque al autor no se le ocurren aquellas pocas frases con las que echar por tierra el mundo. Es un progreso que mis libros sean cada vez más breves.
¿Sus obras ayudan con su claridad a entender el momento en que vivimos porque la gente está muy perdida y sus libros iluminan esta perdición?
En mis libros describo de dónde viene esta perdición. Entiendo muy bien a los españoles porque lo mismo que sufre España ahora es lo que ya sufrió Corea del Sur. Después de la crisis financiera asiática vino el Fondo Monetario Internacional como un diablo que nos dio dinero pero nos robó el alma. Ahora los coreanos sufren una enorme presión competitiva y de rendimiento. La solidaridad se desintegra. La gente está afectada por depresiones y el síndrome de burnout. Corea tiene el porcentaje de suicidios más alto del mundo. Obviamente, la gente no puede aguantar ese estrés. Y cuando fracasa no responsabiliza a la sociedad sino a sí misma. Tiene vergüenza y se suicida. La crisis económica causó un choque social y provocó una parálisis en la gente.
Asegura que el capitalismo huye hacia el futuro, se desmaterializa, se convierte en neoliberalismo y convierte al trabajador en empresario que se explota a sí mismo en su empresa. ¿No hay salida? ¿Es pertinente volver a hacerse la pregunta ‘qué hacer’?
Resulta que el sistema neoliberal es muy estable e inquebrantable. Nos sentimos libres mientras nos explotamos a nosotros mismos. Esta libertad imaginada impide la resistencia, la revolución. El neoliberalismo aísla a cada uno de nosotros y nos hace empresarios de nosotros mismos.
El Muro de Berlín era tan real, y letal, como la «guerra fría». ¿Qué le dicen sus escombros?
Durante la época del Muro existía un enemigo con el que se estaba en guerra. Este enemigo ya no existe. Hoy la gente está en guerra consigo misma. Hoy estamos en una guerra sin muro y sin enemigo.
En «La agonía del Eros» convoca a Barthes y sus «Fragmentos de un discurso amoroso» para hablar del otro que hace temblar el lenguaje. ¿Ha experimentado ese otro que hace temblar el lenguaje? No lo digo desde una curiosidad impúdica, periodística, sino filosófica: ¿ha de experimentar, sentir, el filósofo lo que dice?
Yo no tengo smartphone. Sin embargo, escribí mucho sobre ello. Lo importante para la filosofía no es la experiencia personal, sino la capacidad imaginativa. Mediante la imaginación es posible ver las cosas más claras que mediante la experiencia directa.
¿Se equivocó Orwell, como tantos otros visionarios? ¿El sistema se ha dado cuenta de que resulta mucho más fácil seducir que obligar, encuentra voluntarios por doquier para convertirse con entusiasmo a la autoexplotación?
No diría que Orwell se equivocara. Describe su mundo, que ya no es nuestro mundo. El estado policial de Orwell, con telepantallas y cámaras de tortura, se distingue fundamentalmente del panóptico digital que representa internet, teléfonos inteligentes y Google Glass, que es controlado por la ilusión de la libertad y la comunicación ilimitadas. Aquí no se tortura sino que se postea y se tuitea. El control que coincide con la libertad es considerablemente más eficaz que aquella vigilancia que se dirige contra la libertad. «Neolengua», se llamaba el lenguaje ideal en el estado policial de Orwell. Tiene que sustituir por completo a la «viejalengua». La neolengua tiene una sola meta: limitar el espacio del pensamiento. Los crímenes de pensamiento deben ser impedidos por la extinción de las palabras que serían necesarias para cometerlos. Por eso se elimina también la palabra «libertad». Ya solo por eso el estado policial de Orwell se distingue del panóptico digital de nuestra época en que se aprovecha excesivamente de la libertad.
La técnica de poder del sistema neoliberal no es ni prohibitiva ni represiva, sino seductora. Se emplea un poder inteligente. Este poder, en vez de prohibir, seduce. No se lleva a cabo a través de la obediencia sino del gusto. Cada uno se somete al sistema de poder mientras se comunique y consuma, o incluso mientras pulse el botón de «me gusta». El poder inteligente le hace carantoñas a la psique, la halaga en vez de reprimirla o disciplinarla. No nos obliga a callarnos. Más bien nos anima a opinar continuamente, a compartir, a participar, a comunicar nuestros deseos, nuestras necesidades, y a contar nuestra vida. Se trata de una técnica de poder que no niega ni reprime nuestra libertad sino que la explota. En esto consiste la actual crisis de libertad.
Trae a colación una cita de Peter Handke: «La inspiración del cansado dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar». ¿Se podría extraer de ahí un proyecto político y filosófico?
Tal vez. La política de hoy carece de inspiración. Durante el estado de hiperactividad continúa lo que predomina bajo la bonita ilusión de la falta de alternativas.
Si no he leído mal, dice que cuando la transparencia se convierte en teología acaba sirviendo de justificación ética al neoliberalismo y que, sin limitaciones de índole moral, la transparencia acaba al servicio de una economía insaciable. ¿Es así? ¿Pero no nos sirve también la transparencia como herramienta para limitar la natural tendencia del poder a la mentira y el abuso?
El que relaciona la transparencia solamente con corrupción y con libertad de información ignora su alcance. La transparencia es una coerción sistémica que incluye todos los sucesos sociales para someterlos a cambios fundamentales. Hoy, el sistema social expone a todos sus procesos a una transparencia forzada para acelerarlos. La negatividad del secreto, de lo distinto, o de lo ajeno bloquea la comunicación. La presión de acelerar va acompañada de la disminución de la negatividad. La comunicación alcanza su velocidad máxima donde la igualdad responde a la igualdad. La transparencia estabiliza y aumenta la velocidad del sistema eliminando lo otro o lo ajeno. Esta coerción sistémica convierte la sociedad de la transparencia en una sociedad sincronizada. Lleva a la conformidad y a la sincronización.
A partir de «Melancholia», la película de Lars von Trier, dice que solo un apocalipsis, una catástrofe, podría liberarnos del infierno de lo igual. ¿Qué tipo de catástrofe? ¿Una revolución?
A partir de la protagonista de la película, Justine, se entiende lo que digo: es depresiva porque está absolutamente agotada, fatigada de sí misma. Toda su libido se dirige contra su propia subjetividad. Por eso no es capaz de amar. Y de repente aparece un planeta, el planeta Melancholia. La llegada de la alteridad puede suponer un apocalipsis en el infierno de la igualdad. El planeta mortífero se muestra a Justine como lo totalmente distinto que la arranca del pantano del narcisismo. Ante el planeta letal casi revive. Descubre también a los otros. De tal manera se entrega amorosamente a Claire y a su hijo. El planeta desata un deseo erótico. Eros, como relación con lo totalmente distinto, elimina la depresión. El desastre implica la salvación. Por cierto, la palabra «desastre» tiene su origen en la palabra latina desastrum, que significa «no estrella». Melancholia es una no estrella.
Vivimos en una sociedad que se concentra por completo en la producción, en la positividad. Se deshace de la negatividad de lo otro o de lo ajeno para aumentar la velocidad de la circulación de la producción y del consumo. Solo las diferencias que se pueden consumir están permitidas. No se puede amar al otro al que le han quitado la alteridad, sino solo consumirlo. Quizá sea por eso por lo que hoy crece el interés por el apocalipsis. Uno siente el infierno de la igualdad y quiere escapar de él.
¿En qué medida es «Cincuenta sombras de Grey» uno de los síntomas de nuestro malestar, del amor como rendimiento, como inversión calculada y positiva, de la que ha sido extraído todo riesgo, toda sombra, toda negatividad, todo peligro, todo dolor?
Hoy todo se convierte en objeto de rendimiento. Ni siquiera el ocio o la sexualidad pueden rehuir el imperativo del rendimiento. Pero el Eros supone una relación con lo otro, más allá del rendimiento y de las habilidades que se tengan. Ser capaz de no ser capaz es el verbo modal del amor. El estar en manos de alguien y la posibilidad de resultar herido forman parte del amor. Hoy se trata de evitar cualquier herida cueste lo que cueste.
¿Quién es Byung-Chul Han?
Adorno dijo que los nombres son iniciales que no entendemos pero a las que obedecemos como a nuestro destino. El símbolo chino para «Chul» significa, según el sonido, «hierro» o «metal», pero, según el sentido, también «luz». En coreano filosofía significa «Chul-Hak», es decir, «ciencia de luz». De esta manera seguí en mi vida, sin saberlo, el significado de mi nombre. Llegué a Alemania porque fui admitido por la Universidad Técnica de Clausthal-Zellerfeld, cerca de Gotinga, para estudiar Metalurgia. A mis padres les había dicho que iba a continuar mi carrera de Metalurgia en Alemania. Tuve que mentirles porque no me habrían dejado irme. Me marché a otro país cuyo idioma entonces no sabía ni hablar ni leer y me lancé a una carrera completamente diferente: Filosofía. Fue como en un sueño. Entonces tenía veintidós años. Ahora soy profesor de Filosofía en Berlín.
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