¿Es viable pensar en la vida comunitaria como una posibilidad de seguir fundando sociedades en el futuro?
Las comunas, más allá de los asentamientos contraculturales (o de “hippies“) a los que nos remite la palabra, son experimentos que cuestionan los modelos de organización social aceptados. Estos han rendido frutos interesantes que aún hoy son la inspiración para muchas ecoaldeas y asentamientos, tanto rurales como urbanos, alrededor del mundo.
Tenemos ejemplos históricos como la comuna New Harmony en Indiana, pensada y creada por el utopista Robert Owen en 1825 sobre las bases de la economía cooperativista. O también la Comuna de París de 1871 (uno de los ejemplos más grandes de los que se tiene registro, de construir una sociedad basada en la autogestión), donde la vasta mayoría de los habitantes de París “tomaron el cielo por asalto” en un levantamiento civil en defensa de sus derechos.
No obstante, tanto la comuna de Owen como la de los parisienses fueron intentos que no sobrevivieron la prueba del tiempo. Desde entonces ha habido muchos otros intentos de fundar nuevas relaciones sociales en el marco de la sociedad industrial. Un fascinante ejemplo está en la villa de la paz en Tamera, Portugal, comuna surgida en 1978 a partir de la reflexión de psicólogos y teólogos que decidieron darle forma a sus ideas y construir aldeas sustentables que funcionan hasta el día de hoy.
La principal tarea de las comunas como Tamera ha sido, y sigue siendo, desmitificar el orden existente y proponer nuevas formas de desarrollar la organización social. Y es que lo comunitario no es algo nuevo, sino algo que hemos perdido; hace siglos, las comunidades humanas no tenían que pensar en cómo organizar su sociedad, pues lo que las organizaba era el territorio, los lazos familiares, las creencias y las tradiciones. La prueba de que esto fue así son las actuales comunidades indígenas, donde el “yo” no puede entenderse sin el “nosotros”, y la relación con la naturaleza se basa en la resiliencia.
De ahí la importancia de experimentar en torno a las posibilidades de la vida comunal, y de refundar nuestra manera de relacionarnos. Esto es descrito por Paul Goodman con estas palabras:
La gran tarea de la antropología consiste en descubrir qué es lo que se ha perdido de la naturaleza humana y en concebir experimentos para su recuperación.
La filosofía de muchas comunas ha sido recuperar lo que hemos perdido, porque el ser humano no es bueno ni malo por naturaleza, sino un ser histórico y sin duda, puede reencontrar aquello que ha extraviado. Pero, ¿por qué no se han logrado universalizar estas nociones sociales de solidaridad y cooperativismo?
El hecho de que la vida de muchas comunas haya sido tan corta se debe a que hemos interiorizado comportamientos individualistas, egoístas y que tienden a ver en la vida una eterna competencia de unos contra otros. Esto nos hace funcionar como funcionamos, de manera muchas veces inconsciente. El individualismo es, así, como una suerte de órgano que no podemos extirpar. Pero quizás podamos curarlo.
Algo así han intentado los arquitectos detrás de la Aldea Patrick Henry, una vieja base militar en Alemania que fue ocupada para construir un barrio donde la colaboración entre personas se sirve de la tecnología, demostrando que nuevas formas de relacionarnos son posibles incluso en las ciudades. Porque no necesariamente se tiene que renunciar a la tecnología u otros logros de nuestra civilización; como ejemplo están los domos geodésicos, una solución sustentable al problema del autocultivo.
Vale reflexionar que, si somos seres sociales, la evolución del individuo sólo será posible con la evolución de la humanidad entera. Porque aislar a un puñado de individuos en un mundo en llamas ha demostrado no ser la solución. Debemos apuntar a pensar colectivamente sobre la organización de las ciudades, su interacción con el campo y la naturaleza, y en cómo nos relacionamos con la tecnología y con los demás. Y a partir de ello, construir las comunas del siglo XXI.
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