ALBERT ELLIS HISTORIA DE UN TÍMIDO O NO TE OLVIDES DE PEDIR EL TELÉFONO...
Cuando estudié a Albert Ellis, fallecido en 2.007, me sorprendieron algunas cosas.
Una, es la historia que voy a contar del parque, es muy simpática.
Dos, es que siempre llevaba las dificultades en cuanto a ansiedad del cliente o paciente a su extremo:
- ¿qué es lo peor que te puede pasar?
- no será un éxito pero será interesante tu aportación...
- te servirá para aprender y mejorar la siguiente vez ...
- si te dicen no, a la décima vez te dirán sí, etc.
Todo el truco radica en la perseverancia, en escuchar e intentar ser empático y amable con la otra persona, entonces se abrirá un mundo de posibilidades...hablamos de entablar una conversación.
Bien, la historia del parque, de hecho es la historia de un tímido ansioso y su deseo de superarla...
dice Ellis ...
En el mes de agosto anterior a mi último año de facultad, me puse a mí mismo como deberes ir al jardín botánico del Bronx cada día. Allí, hablaría con mujeres desconocidas por muy incómodo que me sintiera haciéndolo. Me dije a mí mismo que caminaría por el parque hasta ver a una mujer que me gustara, sentada sola en un banco, y que entonces, sin pensarlo, rápidamente, me sentaría a su lado.
No, no en su falda, pero sí a su lado, en el mismo banco en el que ella estuviera (y no en uno más allá). Entonces, una vez hecho esto –lo cual ya me daba miedo porque me aterraba pensar que ella pudiera rechazarme e irse corriendo-, haría lo que para mí era tan peligroso y siempre había evitado: me daría un minuto, un miserable minuto nada más, para hablar con ella.
¡Sí; si me moría, pues me habría muerto! Hablaría con ella en el primer minuto, por muy incómodo que me sintiera y por muy sorprendida que pareciera ella. Ésos eran los geniales deberes que me había puesto a mí mismo.
¿Por qué eran geniales? Porque si hablaba con ella enseguida en lugar de esperar un buen rato para decidirme, sabía que no estaría tan ansioso, me sacaría de encima la angustia sin más y tendría más posibilidades de llegar a alguna parte con esa mujer.
Bueno, pues hice los deberes que me había impuesto a mí mismo y, por muy nervioso que estuviera, en cuanto veía a una mujer sentada sola en un banco, inmediatamente -¡sin opción!- me sentaba a su lado. No me permitía ni una excusa en cuanto a si era guapa o no, a qué edad tenía o a si era alta o baja. ¡Sin excusas!
Simplemente me forzaba, con mucha ansiedad, a sentarme a su lado, a lo que, inmediatamente, muchas de ellas respondían levantándose y marchándose. En total, creo que me acerqué y me senté junto a unas 130 mujeres durante ese mes de agosto. Treinta de ellas, o casi un tercio, se levantaron inmediatamente. ¡Muy desalentador!
Sin embargo, eso me dejó unas cien que siguieron sentadas -¡lo cual era un buen resultado para mis propósitos de investigador! Sin perder los ánimos, hablé con las cien mujeres restantes exactamente como lo había planeado. Hablé de las flores, los árboles, el tiempo, los pájaros, las abejas, el libro o periódico que leían –lo que fuera, con tal de mantener una conversación-.Nada inteligente ni genial. Nada personal. Nada sobre su apariencia física o cualquier otra cosa que las pudiera asustar y hacer que se fueran de repente.
Solo un centenar de frases corrientes. Bueno, pues las cien mujeres hablaron conmigo, algunas muy brevemente, otras durante una hora o más. Pronto conseguí que muchas de ellas se animaran en una larga conversación. Si veía que no les importaba, les preguntaba sobre su trabajo, su familia, sus aficiones e intereses, y así, sobre lo que fuera. Eran simplemente conversaciones normales, iguales que las que hubiera mantenido con ellas si alguien me las hubiera presentado formalmente.
En cuanto al principal propósito que tenía al hablar con ellas –pedirles una cita, verlas con cierta frecuencia, acostarme con ellas, y quizá casarme con alguna de ellas- no llegué a ninguna parte. Con ninguna en absoluto. De las cien mujeres con las que hablé, solo conseguí una cita con una –¡y ni siquiera se presentó!-. Habló conmigo durante dos horas, me dio un beso al irse y estuvo de acuerdo en vernos más tarde en el parque para quedar esa noche, pero no apareció.
Tonto de mí, tampoco le pedí el número de teléfono; así, nunca la volví a ver. ¡Qué tragedia! ¡Qué decepción! Pero sobreviví. ¡Además, a partir de ese momento siempre pedí el teléfono a las mujeres con las que entablé conversación o empecé a salir!
En el intervalo de ese mes en el que fui rechazado por un centenar de mujeres, perdí completamente mi ansiedad social y, sobre todo, mi miedo a conocer mujeres desconocidas en lugares desconocidos. ¿Cómo?
Porque, cognitivamente, vi que nada terrible me ocurría si me rechazaban. Ninguna de las mujeres con las que hablé cogió un cuchillo y me cortó el pene. Ninguna de ellas vomitó y se fue corriendo. Ninguna de ellas llamó a un policía. No, ninguna de las terribles cosas que me había imaginado tantas veces ocurrió realmente.
Al contrario, tuve muchas conversaciones agradables, disfruté teniéndolas, aprendí cosas sobre las mujeres que no sabía, estaba cada vez menos incómodo y ansioso al hablar con ellas, y conseguí un montón de cosas positivas más.
(Nota: Ellis estuvo casado en tres ocasiones, con Karyl Corper Greco, en los treintas y con Rhoda Winter Russell en los cincuentas. Durante 36 años, convivió con la también psicóloga Janet Wolfe. Con todas ellas conservó una gran amistad por el resto de su vida. Albert Ellis no tuvo hijos. Nunca tuvo un automóvil, ni joyas o artículos de lujo, y nunca viajó por placer).
Artur Garcia
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