La vida urbana es yang.
Es la cosa más yang del mundo.
Cuanto más grande la ciudad más extrema es su vibración.
Hay demasiado ruido.
Demasiado hormigón.
Demasiado acero.
Demasiado wi-fi.
Vivo en un barrio densamente poblado de Montevideo.
Por la mañana leo mis objetivos y los declaro en un suave murmullo mientras siento que el amor infinito me escucha y lo acerca a mi vida.
Luego me dispongo a meditar.
La práctica del silencio, la respiración consciente.
La inmovilidad de la montaña.
Eterna, soberbia, majestuosa.
Me convierto en montaña.
Cada mañana.
Es delicioso, incomparable.
Pero a las 8 am empiezan los ruidos urbanos.
Un taladro por allí, un camión de descarga por allá.
Un vecino que repara su baño y el golpe de la maza contra el ladrillo.
Mi determinación es absoluta, pero todo el ruido hace casi imposible la quietud.
Es como querer meditar en una discoteca.
El yang externo produce yin interno.
Tanto ruido crea inestabilidad en la mente.
La mente quiere aquietarse, pero el taladro la distrae.
En la urbe el aire tiene una pésima calidad.
El agua se estanca y se llena de residuos metálicos y químicos.
Mucha gente deja el campo y busca una mejor calidad de vida en la ciudad.
Cuánto más grande y famosa la ciudad, más atrae.
Pero cuando la conocemos íntimamente comprendemos su veneno.
Ahora deseo ir a los pueblos pequeños o a las zonas rurales.
Para alcanzar la maestría el entorno debe ser calmo, saludable.
Para experimentar la salud absoluta hay que volver a la naturaleza.
Cuando los ruidos urbanos perturban mi meditación....agradezco silenciosamente a los operarios de esas máquinas aterradoras.
Porque me están empujando hacia la paz del mar o de la campiña.
Hacia donde dirijo mis pasos para completar mi trabajo interior.
Y alcanzar mi completa auto realización.
Dios pone cada día más máquinas en mi vecindario.
Es su forma de decirme...¿qué esperas bebé?
Es hora de ir al paraíso.
-Martín Macedo-
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