UNA DE LAS CUALIDADES MÁS PRECIOSAS DEL SER HUMANO, SU ESPONTANEIDAD, INDICA EL CAMINO A LA REALIZACIÓN AUTÉNTICA DEL YO, SEGÚN FROMM
Una de las paradojas de la condición humana moderna es cierta lucha constante entre aquello que el individuo busca ser, aquello que la sociedad le pide ser y aquello que puede ser bajo circunstancias determinadas.
Muchas personas en nuestra época viven frustradas porque no dejan que sus deseos más auténticos surjan y florezcan; otros más viven “aplastados” por la demanda constante de éxito, productividad o rendimiento que la sociedad les impone; y por último, hay quienes se estrellan continuamente con la realidad porque no se han dado cuenta de que ciertas cosas simplemente no son posibles en sus condiciones de vida, o no en ese momento, o no de la manera en que la que las están buscando.
¿Cómo encontrar el equilibrio? ¿Existe un punto en donde el ser humano realice su deseo de tal modo que se sienta pleno personalmente, valorado socialmente y satisfecho en la medida de sus circunstancias?
La pregunta quizá no es sencilla, pero la respuesta sí lo es. En breve, dicho punto de equilibrio sí existe. Sí es posible alcanzar ese estado de la existencia al que a veces se le llama “realización” propia, una palabra que evoca esa puesta en marcha del potencial personal bajo la orientación pura y simple del deseo. ¿Pero cómo? El método, en efecto, es el quid de este asunto. El equilibrio existe, ¿pero cómo encontrarlo?
En El miedo a la libertad (1941), el psicólogo Erich Fromm ofreció una valiosa lección al respecto y, especialmente, una argumentación de por qué en el fondo la llamada realización del yo no es otra cosa más que la consecución de la libertad.
De entrada, Fromm nos llama a por un momento dejar de conceder tanta primacía al pensamiento racional, voluntarioso, y vernos a nosotros mismos como lo que somos: seres contradictorios, en cierta forma inestables o conflictivos, ignorantes de nosotros mismos y de todo aquello que bulle en nuestro interior. Pero no se trata de reconocer esto como un reproche, sino sólo para darnos cuenta de que en muchos casos no dimensionamos el enorme potencial de lo que somos y que, de momento, se encuentra encauzado en otras tareas de las que no siempre estamos al tanto. Nos dice Fromm:
[…] la realización del yo se alcanza no solamente por el pensamiento, sino por la personalidad total del hombre, por la expresión activa de sus potencialidades emocionales e intelectuales. Éstas se hallan presentes en todos, pero se actualizan sólo en la medida en que lleguen a expresarse. En otras palabras, la libertad positiva consiste en la actividad espontánea de la personalidad total integrada.
En el párrafo al que pertenece este fragmento, Fromm hace una crítica al acercamiento racionalista de la personalidad que supone que basta con plantearse algo para obtenerlo, esto es, como si la realización del yo fuera un proceso lineal de causa y efecto, de decisión y acto.
¿Pero cuántos de nosotros cuántas veces no hemos abandonado un propósito que de inicio nos planteamos con claridad y hasta con voluntad? Hacer ejercicio, cumplir con una dieta, incluso tareas sencillas como dedicar una tarde a estudiar… ¿Por qué si somos capaces de proponernos racionalmente hacer algo, no lo hacemos? Si seguimos a Fromm podemos responder que dicha intención se malogra porque aunque tomamos en cuenta nuestro potencial intelectual o racional, no hacemos lo mismo con todo aquello emocional que de todos modos está presente en nuestra vida, tomando parte en todo momento de nuestros actos y nuestras decisiones.
Para Fromm, parte de ese proceso de integración de todas las partes que somos –lo intelectual y lo emocional, lo racional y lo irracional– descansa en una toma de conciencia sobre una de nuestras cualidades más preciosas: la espontaneidad. Cuando pensamos de pronto y de la nada en algo, cuando se nos ocurre una idea, cuando surge en nuestro interior el deseo de hacer algo… esa es nuestra propia espontaneidad manifestándose. Fromm lo describe en estos términos:
Muchos de nosotros podemos percibir en nosotros mismos por lo menos algún momento de espontaneidad, momentos que, al propio tiempo, lo son de genuina felicidad. Que se trate de la percepción fresca y espontánea de un paisaje o del nacimiento de alguna verdad como consecuencia de nuestro pensar, o bien de algún placer sensual no estereotipado, o del nacimiento del amor hacia alguien: en todos estos momentos sabemos lo que es un acto espontáneo y logramos así una visión de lo que podría ser la vida si tales experiencias no fueran acontecimientos tan raros y tan poco cultivados.
En efecto, conocemos nuestra propia espontaneidad y en cierta forma tenemos ahí un atisbo de nuestro potencial, de lo que somos capaces… pero somos nosotros mismos quienes con frecuencia “matamos” esa espontaneidad, quienes no la dejamos surgir y manifestarse plenamente. Quizá porque crecimos en un ambiente severo donde no se nos permitió expresarnos, quizá porque la sociedad en que crecimos no valora ni la imaginación ni la creatividad, quizá porque…
¿Pero qué pasaría si quitáramos todas las barreras y obstáculos, y dejáramos la vía libre a nuestra espontaneidad? En parte, ocurriría que toda ese energía que se encuentra en nuestro interior se liberaría y pasaría al exterior, operaría directamente sobre el mundo y, dado que el acto espontáneo surgió de algo que queremos realmente, transformaría la realidad en concordancia con nuestro deseo. Al respecto, nos dice Fromm:
[En la espontaneidad] el individuo abraza el mundo. No solamente su yo individual permanece intacto, sino que se vuelve más fuerte y recio. Porque el yo es fuerte en la medida en que es activo. No hay fuerza genuina en la posesión como tal, ni en las propiedades materiales ni en aquella de cualidades espirituales, como las emociones o los pensamientos. Tampoco la hay en el uso y manipulación de los objetos; lo que usamos no es nuestro por el simple hecho de usarlo. Lo nuestro es solamente aquello con lo que estamos genuinamente relacionados por medio de nuestra actividad creadora, sea el objeto de la relación una persona o una cosa inanimada. Solamente aquellas cualidades que surgen de nuestra actividad espontánea dan fuerza al yo y constituyen, por lo tanto, la base de su integridad. La incapacidad para obrar con espontaneidad, para expresar lo que verdaderamente uno siente y piensa, y la necesidad consecuente de mostrar a los otros y a uno mismo un seudoyó, constituyen la raíz de los sentimientos de inferioridad y debilidad. Seamos o no conscientes de ello, no hay nada que nos avergüence más que el no ser nosotros mismos y, recíprocamente, no existe ninguna cosa que nos proporcione más orgullo y felicidad que pensar, sentir y decir lo que es realmente nuestro.
Parece magia, ¿no es cierto? Que algo tan aparentemente sencillo como escucharnos a nosotros mismos sea capaz de transformar el mundo. Pero increíble como suena, así es. Ese es el “modesto” poder de la espontaneidad.
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