La palabra "yo" encierra el error primordial, una percepción equivocada de lo que somos, un falso sentido de identidad. Ese es el ego. Albert Einstein lo llamaba "ilusión óptica de la conciencia".
Esa ilusión del ser se convierte entonces en la base de todas las demás interpretaciones y nociones erradas de la realidad, de todos los procesos de pensamiento, las interacciones y las relaciones.
La buena noticia es que cuando logramos reconocer la ilusión por lo que es, ésta se desvanece. La ilusión llega a su fin cuando la reconocemos. Cuando vemos lo que no somos, la realidad de lo que somos emerge espontáneamente.
¿Cuál es la naturaleza de este falso ser?
Cuando hablamos de "yo" generalmente no nos referimos a lo que somos. La profundidad infinita de lo que somos, el Ser, se confunde con el pensamiento del yo que tengamos en nuestra mente y con aquello con lo cual éste se identifique.
La naturaleza de la mente siempre tiende a ir hacia fuera, hacia el exterior, hacia los objetos de percepción, para identificarse con dichos objetos y buscar un sentido de identidad; es decir, la mente busca ser alguien o algo en función de aquello que percibe. Este movimiento de la mente hace que la atención repose siempre en el exterior, en los objetos, y de esta manera hay un olvido de lo que realmente somos.
La identificación con los objetos implica atribuir a las cosas y a los pensamientos que representan esas cosas, un sentido de ser alguien, derivando así una identidad a partir de ellas.
El pensamiento “yo” se identifica con la percepción del cuerpo, con el género, con las pertenencias, con la nacionalidad, la raza, profesión, la religión, etc. El yo también se identifica con otras cosas como las funciones (madre, padre, esposo, esposa, etc.), el conocimiento adquirido, las opiniones, los gustos y disgustos, y también con las cosas que me pasaron a "mí" en el pasado ("yo y mi historia"). Estas son apenas algunas de las cosas de las cuales derivamos nuestra identidad.
La mayoría de las personas continúan identificándose con el torrente incesante de la mente, el pensamiento compulsivo, repetitivo y banal. Eso es lo que significa vivir en la inconsciencia.
Cuando se les dice que tienen una voz en la cabeza que no calla nunca, preguntan, "¿cuál voz?" o la niegan airadamente. Es la mente no observada. A esa voz casi podría considerársela como la entidad que ha tomado posesión de las personas.
Pensar inconscientemente es el principal dilema de la existencia humana.
Cuando observamos un pájaro o una flor y permitimos que sea sin imponerle un sustantivo o una etiqueta mental, cuando no hay ningún juicio alguno, se despierta dentro de nosotros una sensación de asombro, de admiración. Así mismo es con todo lo que se experimenta en la vida; cuando no hay juicios ni etiquetas, hay belleza en todas partes, pues se ven las cosas tal y como son, sin interpretaciones mentales. Se ve la Verdad de todas las cosas.
Cuando nos abstenemos de tapar el mundo con palabras y rótulos, recuperamos ese sentido de lo milagroso que la humanidad perdió hace mucho tiempo, cuando en lugar de servirse del pensamiento, se sometió a él. La profundidad retorna a nuestra vida. Las cosas recuperan su frescura, belleza y novedad. Y el mayor de los milagros es la experiencia de nuestro ser esencial anterior a las palabras, los pensamientos, las etiquetas mentales y las imágenes. Para que esto suceda debemos liberar a nuestro Ser, nuestra sensación de Existir, de las cadenas sofocantes de todas las cosas con las cuales se ha confundido e identificado. Liberarse de todo el condicionamiento.
Cuanto más se fija nuestra atención en atribuir etiquetas verbales a las cosas, a las personas o a las situaciones, más superficial e inerte se hace la realidad y más muertos nos sentimos frente a la realidad, a ese milagro de la vida que se despliega continuamente en nuestro interior y a nuestro alrededor.
Ese puede ser un camino para adquirir astucia, pero a expensas de la sabiduría que se esfuma junto con la alegría, el amor, la creatividad y la vivacidad. Éstos se ocultan en el espacio quieto entre la percepción y la interpretación.
Las palabras y los pensamientos tienen su propia belleza y debemos utilizarlos, pero ¿es preciso que nos dejemos aprisionar en ellos?
Los pensamientos y las palabras son herramientas para poder experimentar en la dimensión de la materia, pero no debemos identificarnos con ellas.
La mente egotista está completamente condicionada por el pasado. Su condicionamiento es doble y consta de contenido y estructura. El contenido con el cual nos identificamos está condicionado por el entorno, la familia y la cultura y sociedad que nos rodea.
La compulsión inconsciente de promover nuestra identidad a través de la asociación con un objeto es parte de la estructura misma de la mente egotista.
Una de las estructuras mentales básicas a través de la cual entra en existencia el ego es la identificación. El vocablo "identificación" viene del latín "ídem" que significa "igual" y "facere" que significa "hacer". Así, cuando nos identificamos con algo, lo "hacemos igual". ¿Igual a qué? Igual al yo. Dotamos a ese algo de un sentido de ser, de tal manera que se convierte en parte de nuestra "identidad".
En uno de los niveles más básicos de identificación están las cosas: el juguete se convierte después en el automóvil, la casa, la ropa, etc. Tratamos de hallarnos en las cosas pero nunca lo logramos del todo y terminamos perdiéndonos en ellas. Ese es el destino del ego.
Las cosas con las cuales nos identificamos varían de una persona a otra de acuerdo con la edad, el género, los ingresos, la clase social, la moda, la cultura, etc.
Aquello con lo cual nos identificamos tiene relación con el contenido. La compulsión inconsciente por identificarse es estructural. Esta es una de las formas más elementales como opera la mente egotista.
Paradójicamente, lo que sostiene a la sociedad de consumo es el hecho mismo de que el intento por reconocernos en las cosas no funciona: la satisfacción del ego dura poco y entonces continuamos con la búsqueda y seguimos comprando y consumiendo.
El ego nunca tiene suficiente; esto es debido al sentido de carencia que hay en el interior de cada ser humano. Este sentido de carencia es producido por el olvido de lo que realmente somos, de nuestra verdadera naturaleza que ya es completa.
El ser humano se pasa la vida buscando llenar esa carencia interna con objetos, con cosas, pero las cosas no pueden llenar permanentemente esa carencia interior. Pueden llenar por un breve tiempo esa carencia, pero pronto uno vuelve a sentirse incompleto y vacío y seguirá buscando adquirir más objetos o identidades para lograr llenar esa carencia interior. Pero todo en este mundo es cambiante, es impermanente, nada dura para siempre. La única forma de llenar esa carencia es yendo hacia el interior, con el reconocimiento de lo que realmente somos. Cuando reconocemos nuestra verdadera naturaleza, entonces nos sentimos completos y la carencia interior desaparece; no necesitamos de ningún objeto para sentirnos llenos porque reconocemos conscientemente que ya somos completos.
Claro está que en esta dimensión física las cosas son necesarias y son parte inevitable de la vida. Necesitamos vivienda, ropa, muebles, herramientas, transporte. Quizás haya también cosas que valoramos por su belleza o sus cualidades inherentes. Debemos honrar el mundo de las cosas en lugar de despreciarlo. Pero no debemos intentar llenar una carencia interna a través de las cosas. Cuando se vive en un mundo aletargado por la abstracción mental, no se percibe la vida del universo. La mayoría de las personas no viven en una realidad viva sino conceptualizada.
No podemos honrar realmente las cosas si las utilizamos para fortalecer nuestra identidad, si tratamos de encontrarnos a través de ellas. Esto es exactamente lo que hace el ego. La identificación del ego con las cosas da lugar al apego y la obsesión, los cuales crean a su vez la sociedad de consumo y las estructuras económicas donde la única medida de progreso es tener siempre más. El deseo incontrolado de tener más, de crecer incesantemente, es una disfunción y una enfermedad.
Cuando perdemos la capacidad de sentir esa vida que somos, lo más probable es que tratemos de llenar la vida con cosas.
La vida nos pone en el camino las experiencias que más necesitamos para la evolución de nuestra conciencia.
¿Cómo saber si ésta es la experiencia que necesitas? Porque es la experiencia que estás viviendo en este momento.
Para el ego, tener es lo mismo que Ser: tengo, luego existo. Y mientras más tengo, más soy. El ego vive a través de la comparación. El sentido de valía del ego está ligado en la mayoría de los casos con la forma como los otros nos valoran.
Necesitamos de los demás para conseguir la sensación de ser alguien. Vivimos en una cultura en donde el valor de la persona es igual en gran medida a lo que se tiene.
Si no podemos reconocer la falacia de ese engaño colectivo, terminamos condenados a perseguir las cosas durante el resto de nuestra existencia con la vana esperanza de encontrar nuestro valor y de que somos alguien importante.
¿Cómo desprendernos del apego a las cosas? Ni siquiera hay que intentarlo. Es imposible. El apego a las cosas se desvanece por sí solo cuando renunciamos a identificarnos con ellas. Lo importante es tomar consciencia del apego a las cosas.
Algunas veces quizás no sepamos que estamos apegados a algo, es decir, identificados con algo, sino hasta que lo perdemos o sentimos la amenaza de la pérdida. Si entonces nos desesperamos y sentimos ansiedad, es porque hay apego.
Si reconocemos estar identificados con algo, la identificación deja inmediatamente de ser total. "Soy la conciencia que está consciente de que hay apego". Ahí comienza la transformación de la consciencia.
El ego se identifica con lo que se tiene, pero la satisfacción que se obtiene es relativamente efímera y de corta duración. Oculto dentro de él permanece un sentimiento profundo de insatisfacción, de "no tener suficiente", de estar incompleto.
Al estar insatisfecho el ego tiene la necesidad de poseer más, a la cual denominamos "deseo". El deseo mantiene al ego vivo durante más tiempo. No hay ego que pueda durar mucho tiempo sin la necesidad de poseer más. El ego desea desear más que lo que desea tener. Así, la satisfacción somera de poseer siempre se reemplaza por más deseo.
Se trata de la necesidad psicológica de tener más. Es decir, más cosas con las cuales identificarse. Es una necesidad adictiva y no es auténtica.
La mayoría de los egos sienten deseos contradictorios. Desean cosas diferentes a cada momento o quizás no sepan lo que desean, salvo que no desean lo que es: el momento presente.
Como resultado de ese deseo insatisfecho vienen el desasosiego, la inquietud, el aburrimiento, la ansiedad y la insatisfacción.
Las necesidades físicas de alimento, agua, cobijo, vestido y las comodidades básicas podrían satisfacerse fácilmente para todos los seres humanos del planeta si no fuera por el desequilibrio generado por la necesidad demente de tener más recursos, por la codicia del ego.
Los seres humanos siempre están buscando algo que prometa una mayor realización, que encierre la promesa de completar el ser incompleto y de llenar esa sensación de carencia que llevamos dentro.
El ego siempre es identificación con la forma. Es buscar un sentido de ser alguien, una identidad, en función de las formas. Las formas son: el cuerpo físico, objetos materiales, formas de pensamiento que brotan constantemente en el campo de la conciencia.
Aquella voz que oímos incesantemente en la cabeza es el torrente de pensamientos incansables y compulsivos. Cuando cada pensamiento absorbe nuestra atención completamente, cuando nos identificamos hasta tal punto con la voz de la mente y las emociones que la acompañan que nos perdemos en cada pensamiento y cada emoción, nos identificamos totalmente con la forma y, por lo tanto, permanecemos en las garras del ego.
El ego es un conglomerado de pensamientos repetitivos y patrones mentales y emocionales condicionados dotados de una sensación de "yo"; una sensación de ser algo o alguien. El ego emerge cuando el sentido del Ser, del "Yo soy", el cual es consciencia informe, se confunde con la forma. Ese es el significado de la identificación. Es el olvido del Ser, es la ignorancia, la ilusión de la separación la cual convierte la realidad en una pesadilla.
Cuando desaparecen o nos arrebatan las formas con las cuales nos hemos identificado y las cuales nos han proporcionado el sentido de identidad, entonces el ego se derrumba puesto que el ego es identificación con la forma.
Por ejemplo: algunas personas, en algún momento de sus vidas, perdieron todos sus bienes, otras a sus hijos o a su cónyuge, su posición social, su reputación o sus habilidades físicas. En algunos casos, a causa de un desastre o de la guerra, perdieron todo eso al mismo tiempo, quedando sin "nada". Esto es lo que llamamos una situación extrema. Cualquier cosa con la cual se hubieran identificado, cualquier cosa que les hubiera dado un sentido de ser alguien, una identidad, desapareció.
Entonces, súbita e inexplicablemente, la angustia o el miedo profundo que las atenazó inicialmente dio paso a la sensación de una Presencia sagrada, una paz y serenidad interiores, una liberación total del miedo.
¿Qué es lo que somos cuando ya no tenemos nada con lo cual identificarnos?
Cuando las formas que nos rodean mueren o se aproxima la muerte, nuestro sentido del Ser, del Yo Soy, se libera de su confusión con la forma: el Espíritu vuela libre de su prisión material. Reconocemos que nuestra identidad esencial es informe, una omnipresencia, un Ser que está más allá y anterior a todas las formas y a todas las identificaciones. Reconocemos que nuestra verdadera identidad es la conciencia misma y no aquellas cosas con las cuales se había identificado la conciencia. Esa es la verdadera paz. La verdad última de lo que somos no está en decir yo soy esto o aquello, sino en decir Yo Soy.
No todas las personas que experimentan una gran pérdida tienen este despertar. Algunas crean inmediatamente una imagen mental fuerte o una forma de pensamiento en la cual se proyectan como víctimas, ya sea de las circunstancias, de otras personas, de la injusticia del destino, o de Dios. Esta forma de pensamiento, junto con las emociones que genera como la ira, el resentimiento, la autocompasión, etc., es objeto de una fuerte identificación y toma inmediatamente el lugar de las demás identificaciones destruidas a raíz de la pérdida. En otras palabras, el ego busca rápidamente otra forma, otra identificación.
El hecho de que esta nueva forma o identificación sea profundamente infeliz no le preocupa demasiado al ego siempre y cuando le sirva de identidad. Este nuevo ego será más contraído, más rígido e impenetrable que el antiguo.
La reacción ante una pérdida trágica es siempre resistirse o aceptar. Algunas personas se vuelven amargadas y profundamente resentidas; otras se vuelven compasivas, sabias y amorosas.
Toda acción emprendida desde el estado de resistencia interior (negatividad) generará más resistencia externa y el universo no brindará su apoyo; la vida no ayudará. El sol no puede penetrar cuando los postigos están cerrados.
Cuando aceptamos y nos entregamos, se abre una nueva dimensión de la consciencia. Si la acción es posible o necesaria, la acción estará en armonía con el todo y recibirá el apoyo de la inteligencia creadora; la conciencia incondicionada con la cual nos volvemos uno cuando estamos en un estado de apertura interior. Entonces, las circunstancias y las personas ayudan y colaboran. Si la acción no es posible, descansamos en la paz y la quietud interior.
La mayoría de las personas se identifican completamente con la voz de la mente; con ese torrente incesante de pensamientos involuntarios y compulsivos y las emociones que lo acompañan. Podríamos decir que están poseídas por la mente. Creen que son el pensador; eso es el ego. Hay una sensación de “yo” en cada pensamiento, en cada recuerdo, interpretación, opinión, punto de vista, reacción y emoción. Éste es el estado de inconsciencia.
El contenido de la mente está condicionado por el pasado: la familia, la cultura, la sociedad, etc. La esencia de toda la actividad mental consta de ciertos pensamientos, emociones y patrones reactivos repetitivos y persistentes con los cuales nos identificamos más fuertemente. Un paquete de recuerdos que identificamos con "yo y mi historia", de papeles que representamos y de identificaciones como la nacionalidad, la raza, la clase social, la religión o la filiación política. El ego vive de la identificación y del sentido de separación. Este sentido de separación provoca que el ego luche permanentemente por sobrevivir, tratando de protegerse y engrandecerse.
El ego ve a los demás como enemigos; ve el mundo como una amenaza. Y tiene por naturaleza el hábito compulsivo de hallar fallas en los demás y de quejarse de ellos. Quejarse es una de las estrategias predilectas del ego para fortalecerse. Es la necesidad del ego de tener la razón y triunfar sobre los demás para sentirse superior y fortalecido.
El resentimiento es la emoción que acompaña a las lamentaciones y refuerza todavía más el ego. El resentimiento equivale a sentir amargura, indignación, agravio u ofensa.
Resentimos la codicia de la gente, su deshonestidad, su falta de integridad, lo que hace, lo que hizo en el pasado, lo que dijo, lo que no hizo, lo que debió o no hacer. Al ego le encanta. En lugar de pasar por alto la inconsciencia de los demás, la incorporamos en su identidad. ¿Quién lo hace? Nuestra inconciencia, nuestro ego.
Algunas veces, la "falta" que percibimos en otra persona ni siquiera existe. Es una interpretación equivocada de nuestra mente condicionada para ver enemigos en los demás y sentirnos superiores.
No reaccionar al ego de los demás es una de las formas más eficaces de trascender el ego propio y también de disolver el ego colectivo de los seres humanos.
Solamente podemos estar en un estado donde no hay reacción si podemos reconocer que el comportamiento del otro viene del ego, que es una expresión de la disfunción colectiva de la humanidad.
Al ego le encanta quejarse y resentirse no solamente de las demás personas sino también de las situaciones. Siempre ve enemigos.
Hay un "yo" al cual le encanta sentirse personalmente ofendido por las demás personas o situaciones y disfruta cuando encuentra la falta en el otro.
Trate de atrapar a la voz de su mente en el momento mismo en que se queja de algo, y reconózcala por lo que es: la voz del ego. Un patrón mental condicionado.
Cada vez que tome nota de esa voz, también se dará cuenta de que usted no es la voz sino el ser que toma consciencia de ella. Usted es la consciencia que es consciente de la voz. Tan pronto como tome consciencia del ego que mora en usted, usted deja de identificarse y por tanto, deja de ser ego y es tan solo un viejo patrón mental condicionado. El ego es cuando usted se identifica con ese viejo patrón mental condicionado; al dejar de identificarse, el ego se desvanece. El viejo patrón mental puede sobrevivir y reaparecer durante un tiempo, porque trae el impulso de miles de años de inconsciencia colectiva, pero cada vez que se lo reconoce, se debilita.
El enojo y la ira son otras emociones más fuertes del ego. Son formas de estar en contra y en oposición a lo que es. Son formas de resistencia y falta de aceptación. Reaccionar contra una cosa u otra afirma y fortalece el sentido de yo.
Al ego le encanta tener la razón; no hay nada que fortalezca más al ego que tener la razón. Tener la razón es identificarse con una posición mental, un punto de vista, una opinión, un juicio o una historia. Y para tener la razón es necesario que alguien más esté en el error, de tal manera que al ego le encanta fabricar errores para tener razón.
Necesitamos que otros estén equivocados a fin de sentir fortalecido nuestro yo.
Cuando tenemos la razón nos ubicamos en una posición de superioridad moral con respecto a la persona o la situación a la cual juzgamos. Esa sensación de superioridad es la que el ego ansía y la que le sirve para engrandecerse.
Es un hecho que la luz viaja más rápido que el sonido. La simple observación de que el rayo cae antes de oírse el trueno permite comprobar este hecho.
Si simplemente afirmamos lo que conocemos como cierto, el ego no participa porque no hay identificación. ¿Identificación con qué? Con la mente y con una posición mental. Hay ego cuando hay un falso sentido de "yo" que cree que tiene razón cuando afirma que la luz viaja más rápido que el sonido. El hecho se ha personalizado; hay un “yo” que se lo toma de forma personal.
La idea de que "yo tengo la razón y los demás están equivocados" es uno de los medios de los que se vale el ego para fortalecerse. Es una disfunción mental que perpetúa la separación y el conflicto entre los seres humanos.
Todo esto es una fuente de satisfacción enorme para el ego. Refuerza la sensación de separación entre nosotros y los demás, cuya "diferencia" se amplifica hasta tal punto que ya no es posible sentir la humanidad común ni la fuente común de la que emana la Vida que somos y que compartimos con todos los seres; nuestra divinidad común. La esencia que está más allá de la forma.
Los patrones de ego de los demás contra los cuales reaccionamos con mayor intensidad y los cuales confundimos con su identidad, tienden a ser los mismos patrones nuestros pero que somos incapaces de detectar o ver en nosotros.
Todo aquello que resentimos y rechazamos en otra persona está también en nosotros. Pero no es más que una forma de ego y no tiene nada que ver con la otra persona ni tampoco con lo que somos. Lo que somos es más allá de un patrón mental condicionado; es la Vida misma manifestada en multiplicidad de formas para experimentar unas con otras. Cuando hay identificación, es decir, creencia de que somos la forma individual manifestada, es entonces cuando surge el ego.
Debemos reconocer al ego por lo que es: una disfunción colectiva, la demencia de la mente humana. Cuando logramos reconocerlo por lo que es, ya no lo vemos como la identidad de la otra persona. Una vez que reconocemos al ego por lo que es, es mucho más fácil no reaccionar contra él. Dejamos de tomar sus ataques como algo personal. Ya no nos quejamos, ni acusamos, ni buscamos la falta en los demás. Nadie está equivocado. Es sólo cuestión del ego que mora en los demás.
Comenzamos a sentir compasión cuando reconocemos que todos sufrimos de la misma enfermedad de la mente, la cual es más grave en unas personas que en otras. Ya no avivamos el fuego del drama que caracteriza a todas las relaciones egotistas.
¿Cuál es el combustible? La reactividad. El ego se nutre de ella. Por tanto, no debemos reaccionar ante el ego de los demás, es preferible mantenerse en silencio.
Cuando el ego está en guerra, no es más que una ilusión que lucha por sobrevivir.
Al principio no es fácil estar ahí como la Presencia que observa, especialmente cuando el ego está empeñado en sobrevivir o cuando se ha activado algún patrón emocional del pasado. Sin embargo, una vez que hemos experimentado el poder de la Presencia, éste aumentará y el ego perderá su control sobre nosotros. Es así como entra en nuestra vida un poder mucho más grande que el ego, más grande que la mente. Lo único que debemos hacer para liberarnos del ego es tomar consciencia de él, puesto que la consciencia y el ego son incompatibles.
La consciencia es el poder de la Presencia. La finalidad última de la existencia humana, es decir, nuestro propósito, es traer este poder de la Presencia al mundo.
Solamente la Presencia puede liberarnos del ego y solamente podemos estar presentes Ahora, no ayer ni mañana.
Solamente la Presencia puede deshacer el pasado que llevamos sobre los hombros y transformar nuestro estado de consciencia.
La realización espiritual consiste en ver claramente que no somos lo que percibimos, lo que experimentamos, lo que pensamos o sentimos, y que no podemos encontrarnos en todas esas cosas que vienen y se van continuamente.
Cuando desaparecen las cosas que van y vienen, lo que queda es la luz de la consciencia; el verdadero Ser.
Lo único que finalmente importa es: ¿Puedo sentir mi Ser esencial, el Yo Soy, como telón de fondo en todo momento de mi vida? ¿Puedo sentir el Yo Soy que Soy que está más allá de toda manifestación en este mismo instante?
La fuerza que motiva el comportamiento del ego, cualquiera que éste sea, siempre es la misma: la necesidad de sobresalir, de ser especial, de tener el control; la necesidad de tener poder, de recibir atención, de poseer más. Y, por supuesto, la necesidad de sentir la separación, es decir, la necesidad de la oposición, de tener enemigos.
El ego siempre desea algo de los demás o de las situaciones. Siempre tiene el sentido de no tener suficiente, de una carencia que necesita satisfacerse. Utiliza a las personas y a las situaciones para obtener lo que desea y cuando lo logra, ni siquiera siente satisfacción duradera. Nunca está satisfecho.
La emoción subyacente que gobierna toda la actividad del ego es el miedo. El miedo de ser nadie, el miedo de no existir, el miedo de la muerte. Todas sus actividades están encaminadas a eliminar este miedo, pero lo máximo que el ego puede lograr es ocultarlo temporalmente detrás de una relación íntima, de un nuevo bien material o un premio. Pero la ilusión nunca nos podrá satisfacer; lo único que nos podrá liberar es reconocer la verdad de lo que somos.
¿Por qué el miedo?
Porque el ego surge a través de la identificación con la forma y en el fondo sabe que ninguna forma es permanente, que todas las formas son efímeras. Por consiguiente, siempre hay una sensación de inseguridad alrededor del ego, aunque en la superficie éste parezca seguro de sí mismo.
Una vez que reconocemos y aceptamos que todas las estructuras (las formas) son inestables, emerge la paz en nuestro interior.
Tan pronto como tomamos consciencia de nuestro ego, esta consciencia es lo que somos más allá del ego; el "Yo Soy". Cuando reconocemos el falso “yo”, comienza a aflorar el verdadero “Yo soy”.
~Eckahrt Tolle
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