Cuenta Esopo en una de sus fábulas la historia de Androcles, un pobre esclavo romano. Llevado por su amo a vivir al norte de África, decidió escapar hacia la costa aprovechando una noche sin luna para, desde allí, tratar de regresar a Roma. Sin embargo, al llegar la luz del día se dio cuenta de que, en lugar de haber huido hacia la costa, había penetrado en un desolado desierto. Rendido, hambriento y sediento, divisó a lo lejos una cueva en la que se adentró a descansar.
De repente, un terrible rugido le despertó y vio en la entrada de la caverna un enorme león. Androcles sabía que no tenía escapatoria posible porque la bestia cerraba el paso. Pero el león permanecía inmóvil: se quejaba y lamía una de sus garras, que vertía sangre. Al verlo sufrir, Androcles olvidó su pavor y se acercó a la fiera.
Entonces se percató de que tenía clavada una gran espina, y la extrajo con un rápido movimiento. El agradecido león salió de la caverna y, a los pocos minutos, volvió con un conejo muerto que puso a los pies de Androcles. Cuando el esclavo hubo saciado su hambre, el león le condujo a un manantial de agua fresca. Durante tres años, según Esopo, hombre y fiera vivieron juntos.
Un día Androcles sintió deseos de hablar con sus semejantes y dejó la cueva. Capturado poco después por unos soldados, fue enviado a Roma para ser despedazado por las fieras ante toda una muchedumbre y el propio emperador de Roma.
Cuando el hambriento león salió de la jaula, Androcles tembló y la lanza que le habían facilitado se le cayó de las manos. Pero el león, en vez de atacarlo, agitó amigablemente la cola y le lamió las manos. Androcles se percató entonces de que era el mismo con el que había vivido en la cueva; le acarició el lomo, inclinó la cabeza sobre él y lloró.
El pueblo quedó impactado y maravillado ante tan prodigiosa escena, y el emperador, sorprendido con el relato de inmensa gratitud, concedió a Androcles la dignidad de un hombre libre.
De repente, un terrible rugido le despertó y vio en la entrada de la caverna un enorme león. Androcles sabía que no tenía escapatoria posible porque la bestia cerraba el paso. Pero el león permanecía inmóvil: se quejaba y lamía una de sus garras, que vertía sangre. Al verlo sufrir, Androcles olvidó su pavor y se acercó a la fiera.
Entonces se percató de que tenía clavada una gran espina, y la extrajo con un rápido movimiento. El agradecido león salió de la caverna y, a los pocos minutos, volvió con un conejo muerto que puso a los pies de Androcles. Cuando el esclavo hubo saciado su hambre, el león le condujo a un manantial de agua fresca. Durante tres años, según Esopo, hombre y fiera vivieron juntos.
Un día Androcles sintió deseos de hablar con sus semejantes y dejó la cueva. Capturado poco después por unos soldados, fue enviado a Roma para ser despedazado por las fieras ante toda una muchedumbre y el propio emperador de Roma.
Cuando el hambriento león salió de la jaula, Androcles tembló y la lanza que le habían facilitado se le cayó de las manos. Pero el león, en vez de atacarlo, agitó amigablemente la cola y le lamió las manos. Androcles se percató entonces de que era el mismo con el que había vivido en la cueva; le acarició el lomo, inclinó la cabeza sobre él y lloró.
El pueblo quedó impactado y maravillado ante tan prodigiosa escena, y el emperador, sorprendido con el relato de inmensa gratitud, concedió a Androcles la dignidad de un hombre libre.
El agradecimiento y la felicidad. En palabras de Lao Tse, el agradecimiento es la memoria del corazón. No obstante, perdida ya la cuenta de las veces que a lo largo de la vida habremos dado las gracias o las habremos recibido, estas palabras parecen haberse vaciado de sentido de tanto emplearlas. Y ello a pesar de que tales sentimientos de gratitud no reflejan por completo los grandes y numerosos motivos que, en nuestras vidas, apelan a ella.
La actitud de gratitud es una emoción positiva que ha inspirado numerosas aproximaciones teóricas y filosóficas a lo largo de la historia. Sin embargo, pese a que ya Cicerón la describiera como una de las mayores virtudes, tradicionalmente ha sido la más descuidada de entre todas ellas por las investigaciones de la ciencia empírica, algo que parece haberse remediado levemente en los últimos años.
La gratitud, junto al agradecimiento como su expresión, se encuentra entre las variables más identificadas en la totalidad de las investigaciones y estudios empíricos que se han realizado en torno al bienestar y la felicidad.
Un experimento de gratitud. Para mí destacan los estudios de Robert Emmons y Michael Mccullough, recogidos en su libro The Psychology of Gratitude (Psicología de la gratitud). En sus seminarios dividieron a los participantes en cuatro subgrupos al azar.
A los miembros del primer grupo les pidieron que antes de dormir escribieran cinco cosas ocurridas a lo largo del día por las cuales se sentían agradecidos. A los del segundo, que cada noche anotaran cinco cosas negativas de entre todo lo que les había sucedido. El tercer grupo debía apuntar cinco cosas que consideraban haber hecho mejor que los demás aquel día. Y, por último, los integrantes del cuarto grupo, o grupo control, debían apuntar cinco cosas, cualesquiera, que les hubieran ocurrido durante la jornada.
Las variables medidas fueron el grado de satisfacción vital expresado por los participantes durante el estudio y lo felices que decían ser, su nivel de optimismo, la efectividad en alcanzar sus metas, el estado de salud física y lo generosos y benevolentes que se mostraban.
El grupo que peores resultados reflejó en todas las medidas fue el que apuntó cinco problemas cada noche en contraposición a los mejores resultados en satisfacción, optimismo, éxito en alcanzar las metas propias, estado físico saludable y alto grado de benevolencia y generosidad exhibidos por aquellos que anotaron cada noche cinco razones por las que se sentían agradecidos.
He aquí los espectaculares efectos de una acción que apenas nos puede llevar dos o tres minutos al día.
He aquí los espectaculares efectos de una acción que apenas nos puede llevar dos o tres minutos al día.
La gratitud en los momentos trágicos. Irvin Yalom, escritor y eminente profesor de Psiquiatría en la universidad de Standford (EE. UU.), trabajó en algunas de sus investigaciones más importantes con enfermos terminales, a quienes se pronosticaba entre tres y seis meses de vida. La mayoría de los sujetos que formaban parte de la muestra expresaban una máxima común: por primera vez en su trayectoria vital sentían estar verdaderamente vivos. Curiosa declaración, teniendo en cuenta el momento trágico que atravesaban.
Añadían que, por primera vez, sentían aprecio, se daban cuenta de que respiraban, disfrutaban de los paseos y valoraban la presencia de amigos y allegados. ¡Sentían que estaban vivos!
Así, la pregunta es: ¿necesitamos que algo extraordinario –por lo general dramático– ocurra en nuestra vida para ser capaces de apreciar los dones responsables de nuestra felicidad o para estimar las bonanzas que nos acompañan en nuestras vidas cotidianas? La obviedad de la respuesta es patente. No obstante, requiere de una condición que no es tan obvia: que necesitamos cultivar el hábito y ejercitar asiduamente la actitud de gratitud.
Cultivar el agradecimiento en familia. A menudo propongo a mis pacientes tan saludable práctica con sus hijos o con sus parejas. Y he podido comprobar los efectos positivos a los que este hábito les conduce –ahora ya disponemos, incluso, de las evidencias científicas que explican dichos impactos–.
Preguntar a nuestro hijo qué ha sido lo más divertido del día o expresar a nuestra pareja lo que apreciamos de ella es un ejercicio infalible que acrecienta notablemente nuestra percepción de bienestar y mejora notoriamente nuestras relaciones.
Recuerdo el caso de Ana, que hace algún tiempo acudió a mi consulta para aclarar las dudas que le atormentaban sobre su matrimonio. Decía haberse casado muy joven e inconsciente, y que el paso de los años le dejaba entrever que tenía muy poco en común con su esposo, del que creía haberse desenamorado. A este hecho se le añadía que se había fijado en un compañero de trabajo con el que sí parecía tener muchas cosas en común.
En aquella primera entrevista le propuse listar aquellas cosas que apreciaba de su marido y las experiencias agradables que había compartido con él. Superando mis expectativas, se quedó sumida en sus pensamientos, y le sugerí seguir reflexionando sobre el asunto. Después de aquel primer encuentro no volvió a mi consulta, pero varios años más tarde me llamó para hablar sobre unas cuestiones que afectaban a uno de sus hijos.
Ana acudió a mi consulta acompañada de su marido y, para saciar mi curiosidad, me explicó que aquel ejercicio de gratitud había sido determinante: le había ayudado a valorar en su medida real aspectos de su vida que constituían sus más preciadas posesiones y que, sin embargo, durante años había dado por asentados o de recibo.
Apreciar lo bueno en nuestra vida. Y es que, en palabras de Tal Ben Sahar, uno de los máximos exponentes de la psicología positiva, cuando valoramos lo bueno, lo bueno se revaloriza. Atesoramos un sinfín de dones de valor inestimable en nuestro interior y a nuestro alrededor que no siempre somos capaces de apreciar. Apreciar, además del sentido de considerar, estimar y agradecer, tiene una segunda acepción: incrementar el valor.
Esta acepción no solo es aplicable a los bienes materiales sino también a los intangibles, espirituales. Cuando apreciamos lo bueno en nuestra vida, lo bueno aumenta de valor. Y cuando ignoramos o damos por hecho las bendiciones vitales que nos envuelven, lo bueno se deprecia y devalúa. Desafortunadamente, esto nos ocurre con frecuencia, deteriorando la calidad de nuestra vida, de nuestras relaciones y de nuestro trabajo.
La gratitud apela a la abundancia. Dice un proverbio de Persia, mi país: “Maldije el hecho de no tener zapatos hasta que conocí a un hombre que no tenía pies”.
Cosas tan simples como no sentir dolor, respirar sin dificultad, tener movilidad; disponer de la luz del sol y de agua; contar con el cariño de los tuyos; encontrar aparcamiento con facilidad; presenciar cómo florece una planta en tu balcón o comprobar que tus hijos se llevan mucho mejor últimamente, no deben, en caso alguno, darse por aseguradas.
De hacerlo, nos centraríamos en lo que nos falta, en los deseos, en las expectativas y en lo que no tenemos, incurriendo en la fatal negligencia de dejar de lado la incuestionable abundancia en la que vivimos.
Apreciemos y hagámonos conscientes de todas las sencillas razones que la vida nos regala a diario para hacernos sentir afortunados. La gratitud, por lo tanto, lejos de ser únicamente una emoción, es una actitud que adoptamos ante la vida y que nos hace tener una mejor autoestima y una mayor sensación de valía personal; incrementa nuestra conciencia ética, mejora nuestros vínculos con los demás, ayuda a afrontar el estrés y la adversidad, inhibe las comparaciones negativas con los demás, nos estimula a adaptarnos a las nuevas circunstancias y nos ayuda a combatir las situaciones negativas.
Apreciemos y hagámonos conscientes de todas las sencillas razones que la vida nos regala a diario para hacernos sentir afortunados. La gratitud, por lo tanto, lejos de ser únicamente una emoción, es una actitud que adoptamos ante la vida y que nos hace tener una mejor autoestima y una mayor sensación de valía personal; incrementa nuestra conciencia ética, mejora nuestros vínculos con los demás, ayuda a afrontar el estrés y la adversidad, inhibe las comparaciones negativas con los demás, nos estimula a adaptarnos a las nuevas circunstancias y nos ayuda a combatir las situaciones negativas.
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