sábado, 27 de junio de 2020

Lecciones de la pandemia (III) El regreso del Dr. Frankestein

“Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos” –balbuceó Robert Oppenheimer, el creador de la bomba atómica, al mirar tras sus lentes oscuros la primera detonación nuclear en Álamo Gordo. Corría julio de 1945. 
Pero “una ciencia” ya había dado otras pruebas de su siniestro poder: el gas mostaza que aniquiló como a cucarachas a miles de soldados hacia 1917 en las trincheras de la Primera Guerra Mundial; los cohetes V2 que hicieron polvo el centro de Londres en la Segunda Gran Guerra, and more, and more. Después “esa” ciencia iría por más. Los ejemplos abundan, pero si “para muestra sobra un botón”, citemos dos. Uno, la Talidomida. Este fármaco, usado desde 1958 hasta 1963 en sedantes para náuseas de embarazadas (sic): causó malformaciones en 20.000 bebés –muchos de los cuales nacieron sin brazos o sin piernas–, en Alemania, Gran Bretaña, Japón, Canadá y otros 50 países. Dos, el DDT. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la industria química bélica ociosa inició otra guerra, ahora contra la naturaleza, con la masiva fabricación del insecticida DDT. Productos diseñados para la guerra química serían aprovechados ahora en gran escala como sustancias comerciales vendidas con la promesa de “terminar con las plagas agrícolas”. 

Nadie advirtió a los agricultores que el DDT mataría no sólo chinches y gorgojos sino también a sus enemigos naturales –¿Resultado? Las plagas no sólo no se acabaron sino que volvieron con una virulencia mayor. Esos científicos y sus pares tecnólogos crearon entonces el Gamexane. La historia se repitió. Lanzaron después el Aldrín, el Dieldrín, los carbamatos, el Malathión, and more, and more, and more. Nadie alertó a los desinformados consumidores que los restos de estos químicos poderosos –capaces de dañar el ADN provocando cáncer, daños al sistema inmune y enfermedades congénitas–, estaban entrando a sus cuerpos con la contaminación del aire, el agua, el suelo… y los alimentos! Multiplicando además su concentración en las cadenas alimentarias debido a la “bio-acumulación”. Si la Dra Rachel Carson (una extraordinaria científica independiente) no lo hubiera advertido en su célebre libro “La Primavera Silenciosa” (1962), todavía estaríamos masticando DDT.

Los científicos y tecnólogos de “esa-ciencia” no se hacen responsables. Los tecnólogos que decidieron agregar flúor al agua corriente no se ocuparon de investigar los efectos “no-deseados”: incidencia en el hipotiroidismo, impactos a órganos y sistemas vitales como el óseo, el nervioso y el urinario (ver “50 Razones para No Fluorar el Agua Potable”, compilado por el Dr Paul Connett PhD y refrendado por cientos de científicos de todo el mundo, incluidos varios Premios Nobel). 

El científico que diseñó los gases cloro-fluor-carbonos (CFCs) como impulsores en los aerosoles, si se me permite la ironía, fue un “genio”. Sólo que este señor no imaginó que sus gases irían hasta la alta atmósfera a destruir la capa de ozono. La misma que nos protege de la radiación ultravioleta maligna y hace posible vida en la Tierra. Sí, la que hace posible toda la vida en la Tierra. 

Esa es entonces “una-ciencia”. Irresponsable, que no se hace cargo de sus descomunales errores. Que dirá muy suelta de cuerpo, que estos “errores” son “el precio que debemos pagar por el progreso”. Pues bien, yo no quiero pagar ese precio, ya que no justifica lo que se me ofrece. Tampoco acepto su concepto de “progreso”. Si su “progreso” es lo que nos trajo hasta aquí, hasta lo que estamos viviendo hoy: _Muchas gracias Señores de “esa-ciencia”, pueden quedarse con su “progreso”.

¿“LA” CIENCIA O “UNA CIENCIA”?

Afortunadamente, aunque cada día más escasa y silenciada, existe “otra-ciencia”. Ahora estamos llegando –abnegada lectora y lector–, a lo que pretendemos decir. Algo que tiene mucho que ver con las actuales pandemias. La del COVID, pero no sólo ella. También la silenciosa pandemia de las “Super-Bacterias”, y la epidemia mundial de Obesidad-Diabetes. La ciencia independiente –es decir científicos en cuyos CVs no hay vinculaciones con la industria química ni pagos al respecto–, es capaz de mostrarnos todavía varias cosas sorprendentes. Trataremos de ser concisos. Así como los insectos desarrollaron resistencia genética al DDT, a los agrotóxicos clorados, a los fosforados y a todos los “ados”, así también las bacterias desarrollan Resistencia Genética (con mayúsculas al menos una vez) frente a los antibióticos. Después del éxito impresionante de la penicilina aparecieron las bacterias resistentes a la penicilina. Entonces se inventaron antibióticos nuevos. –Resultado? Nuevas bacterias resistentes a los nuevos antibióticos aparecieron también. Varios científicos advirtieron que sobrevendría un grave problema mundial por las superbacterias resistentes. Todo continuó igual. Ahora la evidencia es tan fuerte que ningún científico se atreve a negarla. Aún así hay “una-ciencia” que todavía promete encontrar nuevos antibióticos infalibles. Error. La resistencia genética de las bacterias (y los virus!) aparecerá. Aparecerá siempre, y los Super-Virus también. Datos de 2019 revelan que las infecciones por superbacterias resistentes a los antibióticos conocidos están matando 35.000 personas cada año en EEUU y otras tantas anualmente en España –con diferentes tasas esto ocurre en todo el mundo. Si alguien sumara, el total de los países daría una cifra impactante. Pero claro, la industria de los fármacos es tan poderosa como la industria de los armamentos. Para colmo se entrelaza con otra industria enorme: la de la Biotecnología. 

No, nos estamos yendo por las ramas. Estamos llegando al centro de lo que padecemos hoy. “Esta-ciencia” está involucrada en el diseño, manejo y experimentación con virus. Fundamentalmente en buscar vacunas para los virus (incluyendo Coronavirus) que atacan a animales como cerdos y gallinas. Animales producidos en enormes factorías con destino a la otra gigantesca industria: la de la carne. Mientras que la vacuna para coronavirus que atacan humanos no existe, sí existen ya vacunas para coronavirus que atacan a estos animales. _¿Por qué? Porque la industria de la carne no podía permitirse una debacle como la que estamos sufriendo los humanos. Porque dispone de los recursos económicos necesarios para desarrollar estas vacunas, ya lo ha hecho. “Esta-ciencia” juega a los aprendices de brujos con cultivos de virus, pruebas de vacunas, manipulación genética. Son los nuevos Dr Frankestein de la genética y la biotecnología. Estos científicos y tecnólogos que visten guardapolvos blancos y trajes de astronautas no son infalibles. “Al mejor cazador se le escapa la liebre” –decía mi abuelo. Algo pasó en alguno de los laboratorios en Wuhan, donde –comprobadamente–, se ensayaban vacunas para coronavirus que enferman cerdos y donde –oh casualidad!– comenzó la pandemia actual. Y ya hubo dos pandemias anteriores a las que no se prestó la debida atención: la Gripe Porcina y la Gripe Aviar. Ambas demostraron el altísimo riesgo derivado del intercambio de virus que pasan de cerdos y gallinas a otros animales, y a humanos. Por eso no aplaudimos, sin distinción, a todos los guardapolvos blancos. Están quienes arriesgan y entregan sus vidas en el frente de batalla de los hospitales donde llegan las víctimas del COVID. Y los otros guardapolvos, los de los que manipulan genes y microorganismos al servicio de negocios multimillonarios a los que poco importa la vida. Claramente: “la” ciencia no existe. Hay una-ciencia a favor de la vida, y “una-ciencia” que va en contra. Que en los hechos demuestra su esencia insensible, su falta de humanidad. Hay una ciencia con ética y moral, y otra ciencia sin ellas. Puede parecer simplista. Pero está a la vista –quizás como nunca antes—que definitivamente no lo es. 

Imagen: Nueva York, 1948. El "padre" y la "reina" del DDT. En esta increíble foto en la tapa de “LIFE”, la revista más vendida en EEUU, la modelo Kay Heffernon posa con un hot dog y una coca cola dentro de una nube de DDT. Quiere mostrar que el tóxico no contaminará su comida. A la izquierda el Dr Paul Hermann Müller, el “padre del DDT” y de la “revolución de los pesticidas”. Ese año recibió el Premio Nobel. Nótese su expresión mesiánica en la fotografía.

Jorge Cappato

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