sábado, 12 de octubre de 2019

La sobriedad, una forma de vida que hay que recuperar con urgencia


En su último libro, el psicoanalista y biólogo médico Jean-Guilhem Xerri hace un diagnóstico de nuestras almas. Basándose en las recomendaciones de los Padres del desierto, nos exhorta a (re)descubrir nuestra interioridad, en vez de dejarla baldía, y a cultivar la sobriedad, un remedio para los grandes males de este siglo.

Nuestra interioridad sufre y lo manifiesta con diferentes señales: aumento del número de trastornos ansioso-depresivos, adicciones que afectan a sujetos cada vez más jóvenes, sobreconsumo en el hogar, violencia, hiperactividad. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Jean-Guilhem Xerri, psicoanalista y biólogo médico, antiguo interno de hospitales de París y graduado del Instituto Pasteur, aborda el tema con rigor y autoridad en su libro Prenez soin de votre âme [Cuida de tu alma] publicado el 2 de febrero de este año 2018 por la editorial francesa Editions du Cerf.
El autor denuncia la actual definición predominante de ser humano, que no es sino una concepción puramente naturalista y materialista de la persona, negando totalmente su dimensión espiritual. Negar esta dimensión es amputar al ser humano de una parte de sí mismo. En consecuencia, “qué otra alternativa hay que no sea deprimirse o consumir en exceso para llenar el vacío”, se pregunta el autor.
Para demostrar que la salud psicológica del ser humano depende de la calidad de su vida espiritual, Jean-Guilhem Xerri se apoya en las enseñanzas heredadas de los Padres del desierto. Huyendo de la agitación del mundo de los primeros siglos del cristianismo, estos sabios vivieron como ermitaños y así experimentaron la sobriedad, un ejercicio que hoy resultaría beneficioso, incluso vital, para nuestras almas en peligro.
El humano, ¿un ser vivo como los demás? 
El autor parte de la constatación de que la sociedad actual va mal: se multiplican las crisis económicas, sociales, políticas y ecológicas, explota el sufrimiento psicológico, se desprecia la vida espiritual e incluso queda abandonada en favor del hiperconsumo. ¿Y si todo esto estuviera conectado? ¿Y si desechar a Dios y a la religión tuviera consecuencias negativas para nuestro estilo de vida y nuestra salud mental? ¿Y si la definición naturalista y materialista que tenemos hoy del ser humano repercutiera en nuestra manera de vivir?
Esto es lo que Jean-Guilhem Xerri demuestra trazando la historia de la filosofía a través de los siglos y la evolución de la visión del ser humano. En la Antigüedad, Aristóteles afirmaba que el hombre es un animal racional, que está hecho de animalidad y racionalidad, de cuerpo y alma, unidos.
En la época clásica, el pensamiento cartesiano, dualista, aporta una distinción entre el alma y el cuerpo. El Hombre no es un animal, puesto que está dotado de un alma, y su cuerpo es una máquina. En los siglos XIX y XX, el estructuralismo hizo del ser humano un objeto de la ciencia. Ya no tiene esencia propia: no existe como tal, sino a través de las relaciones que lo unen con los demás. Es aislado y observado según su comportamiento, su cultura, su psicología, sus motivaciones, etc.
A finales del siglo XX, con el advenimiento de la genética y la neurociencia, el ser humano ─y es la concepción la que predomina hoy en día─ es considerado como un ser vivo como las demás. Estamos asistiendo a un fenómeno de naturalización, de biologización de todo su ser.
Según el autor, esta visión naturalista y materialista del hombre es la causa de un malestar ambiental. Negar la dimensión espiritual del ser humano es amputar una parte de sí mismo. La sociedad reduce a la persona a sus aspectos biológicos y psicológicos.
“Esta pérdida de consistencia daña al ser humano, tal vez hasta la muerte. El estructuralismo de ayer y el neuroesencialismo de hoy aseguran este trabajo masoquista de deconstrucción del ser humano y de su interioridad”.
Depresión, adicción, hiperactividad, hiperconsumo… Son muchas las manifestaciones del sufrimiento de nuestro ser amputado de su dimensión espiritual. Por eso es urgente cuidar nuestra alma, descubriendo las enseñanzas que nos dejaron los Padres del desierto.

Las enseñanzas de los Padres del desierto

Los Padres del desierto eran cristianos que vivieron en los desiertos de Mesopotamia, Egipto, Siria y Palestina entre los siglos III y VII. Vivían como ermitaños en chozas, cuevas o, por extraordinario que parezca, ¡en lo alto de una columna o en un árbol! Buscaban una vida de soledad, de trabajo manual, de contemplación y de silencio, con el objetivo de crecer espiritualmente. Muy pronto se formaron asentamientos monásticos y vinieron personas de todas partes pidiendo consejo a estos sabios.
De su experiencia sin precedentes se extrajeron los apotegmas de los Padres del desierto, un conjunto de conversaciones o narraciones escritas por los monjes que desgajan las grandes leyes de la vida interior, que Juan Pablo II consideraba “una invitación a redescubrir, en el alboroto de la civilización moderna, las soledades creadoras donde se puede emprender resueltamente el camino de la búsqueda de la verdad, sin máscaras, sin coartadas ni ficciones”.
De los Padres del desierto pueden extraerse dos grandes lecciones: en primer lugar, toda persona está inacabada al nacer y está llamada a hacer realidad su humanidad, y la vida espiritual es la fuente de su futuro. En segundo lugar, cada ser humano se constituye de tres dimensiones, distintas en la unidad: cuerpo, alma y espíritu.
Fortalecidos por esta convicción de la unión íntima entre el cuerpo, la psique y lo espiritual, los Padres del desierto, que pueden ser descritos como los primeros terapeutas, elaboraron recomendaciones para curar las “enfermedades del alma”, de candente actualidad. Entre estas recomendaciones encontramos la práctica de la sobriedad.

La sobriedad para curar el alma

Para explicar la función de la sobriedad, Jean-Guilhem Xerri toma prestada la metáfora del escultor. “Para crear su obra, el escultor no añade nada a la materia, sino que, por el contrario, le quita lo que le sobra para revelar lo que ya estaba ahí, para hacer surgir el fondo rompiendo la apariencia de la forma bruta. De la misma manera, estamos invitados a simplificarnos para que lo que ya está en nosotros aparezca, para ayudar a nuestro ser interior a volver a la superficie”.
Cuidar el alma ejercitando la sobriedad es eliminar lo superfluo, contentarse con la necesidad justa, la medida justa, alejarse de lo que podría perturbar el alma y romper el equilibrio mente-alma-cuerpo. Hoy en día, hay una plétora de perturbadores de nuestra interioridad: el ruido, las imágenes, la publicidad, la sobreabundancia material, la erotización, la dictadura de la disponibilidad permanente, etc.
Por lo tanto, entrar en sobriedad en nuestra sociedad requiere una decisión real. A esto es lo que nos anima encarecidamente Jean-Guilhem Xerri: “Este estilo de vida no está reservado solo a unos pocos ascetas o solamente a los monjes, sino que se ha convertido en una necesidad imperativa, tanto por ecología ambiental como por nuestras ecologías interiores”.
El papa Francisco ya nos llamó a una “feliz sobriedad” en su encíclica Laudato Si’. La sobriedad vivida con libertad y de manera consciente es liberadora: aporta más disponibilidad a lo que es bello y profundo en la vida.
De una manera muy concreta, Jean-Guilhem Xerri nos invita a revolucionar nuestros estilos de vida, aplicando más lentitud, silencio y continuidad. Por ejemplo, hacer una sola cosa a la vez, no interrumpir una acción, conceder a nuestro cerebro momentos de descanso en las fases de transición en lugar de apresurarse hacia el móvil, ralentizar los pasos, aprender a decir no a los múltiples ruegos, consumir lo que es justo y necesario, descartar las compras compulsivas, devolverle su lugar correcto al trabajo, escuchar el silencio en el dormitorio, etc.
Algunos lo tomarán como una moda de burgués bohemio, otros dirán que es un lujo que no pueden permitirse, ¡y otros incluso que hay que vivir con los tiempos! Pero es que si queremos vivir de verdad, debemos elegir la sobriedad: se ha convertido en una necesidad vital para nuestras almas maltratadas.

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