“No te van a querer ni los perros”, era la frase que ella siempre usaba para retar a sus hijos cuando se portaban mal. Primero, venía
el pellizcón, y después, como de remate, esta frase punzante, aguda. Seguramente, si le preguntan, ella los educó con amor. Y en
nombre del amor, dijo frases como estas.
“¿Quién quiere otro choripán?”, preguntó Carlos en el cumple de su hija. Ella estaba festejando sus 19 y él se había ofrecido de
asador. “¿Quién quiere otro choripán?”, insistió. “Tú no, mi amor, que estás muy gorda”, fue la frase que disparó delante de todos sus
amigos. Ella se puso roja de vergüenza, un nudo enorme le cerró la garganta y no comió más. Se levantó despacio y la soledad de su
cuarto adolescente fue el mejor refugio hasta la madrugada del día siguiente. El padre murió preguntándose qué hizo mal esa
noche.
“Vamos, no seas mariquita”, le dijo su profesor de natación cuando él –que en ese momento tenía 6 años– pidió una toalla al salir de
la pileta porque tenía frío. Y todos sus amigos empezaron a reírse. “Mariquita, mariquita”, le gritaron. Y el profesor, lejos de hacerlos
callar, los alentó. Nunca más volvió a nadar. (Y nunca, en 34 años de vida, apoyó sus labios en los labios de una mujer).
“Eres un elefante dentro de la clase”, le dijo su profesora de dibujo el primer día del primer año del secundario. Ella venía de un
primario impecable, donde Dibujo era su materia preferida. Y era, para hacer honor a la verdad, una joven promesa. Ese año, se
llevó Dibujo a diciembre. Volvió a dibujar 28 años después, cuando –terapia mediante– descubrió cuánto la había inmovilizado esa
frase.
El Perito Moreno fue el lugar elegido para festejar sus 10 años de casados. Caminata por el glaciar, todos los turistas en hilera para
no resbalarse. Ella iba delante; él, detrás. “Tu trasero me tapa todo el sol”, fue la frase que eligió él para hacer un chiste. Y no
entendió por qué esa noche ella se encerró en el baño a llorar.
Son frases que no te matan, pero te marcan para toda la vida. No importa cuántas horas de terapia le dediques a deshacerlas, ellas
están ahí, rondando, para reaparecer sin previo aviso. Son frases que, cuando las cuentas, te parece que estás exagerando, que no
pudieron ser así, que quizá las recuerdas mal. Entonces descubres la crudeza de esas palabras.
Lo bueno es que un día, porque ese día –créanme– finalmente llega, te sacas uno por uno todos los puñales que te clavaron en el
cuerpo y en el alma, te haces un sana, sana, colita de rana y descubres que no fueron dichas con odio, que los responsables de
escupirnos tamañas frases son seres que cargan, a su vez, con otras frases. Y entonces llega el perdón. Y perdonamos. Más adelante
–bastante más adelante– viene la compasión. Es ahí cuando volvemos a sentirnos felices, con ganas de caminar sobre el Perito
Moreno más allá del tamaño de nuestro trasero, de nadar y gritar: “Tengo frío, tráeme una toalla”, de hacer una lista con toda la
gente que te quiere. Porque no solamente te quieren los perros.
Pensemos antes de hablar, ya que las Palabras que duelen tardan muchos años en salir del corazón del otro, y hasta a
veces no salen. No perdamos tiempo con los que queremos, porque perdonar lleva mucho tiempo.
Pensemos antes de hablar, tratemos de no herir el corazón de los que más amamos. “Las palabras de amor, alegran el corazón”
No hay comentarios:
Publicar un comentario