Daguerrotipo de Charles Baudelaire tomado en 1850. El genial poeta tenía entonces 29 años
Apenas se encuentra con una de estas pausas, uno de esos intermedios en que no sabe qué hacer, en el hombre contemporáneo se dispara un acto reflejo: lleva la mano a su bolsillo, tantea un poco, encuentra su teléfono portátil, lo desbloquea, toca dos o tres veces la pantalla y comienza a ver el espectáculo mínimo que se despliega en la palma de su mano, ese teatro bufonesco que se monta a cada instante, infatigable, siempre renovado y siempre igual, y que por otro nombre se conoce como redes sociales.
No es nada urgente y ni siquiera necesario. No es que el hombre contemporáneo tenga el pretexto de contestar un mensaje impostergable o de revisar un correo relacionado con su trabajo. Nada de eso. Simplemente, el hombre contemporáneo no sabe estar haciendo nada; dicho de otro modo, parece que necesita estar siempre haciendo algo.
Pero no algo así como así. No algo ambiguo, indefinido, abierto, ni azaroso. Algo, por el contrario, muy específico: consumir. A juzgar por lo que sucede actualmente a todas horas, en muchísimos puntos del planeta, el hombre contemporáneo no sabe estar si no está consumiendo.
Desde hace algunos años, Internet ha vuelto realidad una de las fantasías más imposibles del capitalismo: abolir el tiempo real para convertirlo en una sucesión perpetua de consumo ininterrumpido.
Si por un momento y en un ejercicio de imaginación consideramos únicamente los minutos del día que pasamos conectados, ¿encontraremos alguna diferencia que indique la temporalidad de cada uno? ¿Podríamos decir que hacemos algo distinto cuando estamos conectados por la mañana que cuando nos conectamos en la tarde o en la noche? ¿No pasa que, en términos generales, al estar conectados hacemos siempre lo mismo?
Revisamos nuestro feed de Facebook, compartimos una imagen que nos hizo reír, subimos nosotros mismos una fotografía, miramos un video (o empezamos a verlo e, impacientes, lo dejamos a los 5 o 6 segundos si no cautivó nuestra atención)… y poco más que esto. Y esto, repetido a cada momento, todos los días, sin importar las circunstancias. Puede ser un día cualquiera, común y corriente, en nuestro trabajo; un domingo que pasamos con la familia; un sábado por la noche, en medio de una fiesta. Si reuniéramos eso que hacemos al estar conectados, si lo aisláramos y lo sacáramos de su contexto, ¿no nos quedaría una suma monótona, repetitiva, de actos siempre iguales?
Hace un par de siglos, Charles Baudelaire encontró inspiración en el aburrimiento. Al hombre contemporáneo esto le puede sonar contradictorio pero, aunque lo dude o le parezca absurdo, fue posible. Aburrirse no siempre fue tan terrible como a nosotros nos hicieron creer.
Baudelaire, decíamos, valoró el aburrimiento, al que en distintas ocasiones y por distintos motivos llamó ennui y spleen, el primero un tanto más vital, el segundo un tanto más fisiológico (como la melancolía, la “bilis negra” de los antiguos). Como si habláramos, en español, de tedio y de acedia, de esa pesadez que nos sobreviene y no nos suelta los domingos a partir de las 6 de la tarde, por ejemplo; y, por otro lado, esa desidia inexplicable que nos ha impedido emprender tantas cosas que quisiéramos hacer pero frente a las cuales algo siempre se interpone, así sea un maratón innecesario de la serie de la que todo mundo está hablando.
Más allá de estas especulaciones filológicas, lo importante es que Baudelaire, a diferencia del hombre contemporáneo, no rehuyó el aburrimiento. No intentó, como nosotros, evadirlo y llenar su vacío engañoso con ocupaciones triviales. Por el contrario: lo enfrentó, lo investigó, lo diseccionó, expuso sus entrañas y, finalmente, lo convirtió en otra cosa.
En poemas, sobre todo. Baudelaire, acaso intuitivamente, se dio cuenta de que no es cierto que el aburrimiento sea el reflejo de un tiempo vacío, un tiempo muerto, sino, en todo caso, es señal de nuestra falta de creatividad para vivir y hacer algo con el tiempo que nos fue dado. Mirar una nube, recordar nuestros amores pasados, imaginar qué diría el perro que acompaña nuestras tardes… Hacer algo que sea cualquier cosa.
Un par de poemas de El spleen de París arrojan una luz inesperada sobre este tiempo sin tiempo de nuestra época, este tiempo sin divisiones evidentes, sin separación clara entre tal o cual momento del día, este tiempo en que podemos estar conectados siempre que queramos y sin diferencia alguna para quienes convierten nuestra acción en consumo.
Charles Baudelaire por Étienne Carjat, 1863
Dice Baudelaire en “El crepúsculo de la noche”:
Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Y más adelante, en este mismo texto:
El crepúsculo excita a los locos.
¿Quién podría decir esto ahora? ¿Quién, en este reloj amputado de manecillas en el cual vivimos, podría elogiar o al menos distinguir así el crepúsculo? ¿Cuántos de los que viajan del trabajo a su casa por la tarde, absortos en su teléfono, tienen tiempo y atención para percibir los efectos del crepúsculo en su estado de ánimo?
En Baudelaire mismo encontramos una posible respuesta a estas preguntas. Escribe en “La estancia doble”, también de El spleen de París:
Ha reaparecido el tiempo; el tiempo reina ahora soberano, y con el horrible viejo ha regresado su demoníaco cortejo de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
Os aseguro que ahora los segundos están fuerte y solemnemente acentuados, y cada uno, al brotar del péndulo dice: "Yo soy la vida, la insoportable, la implacable vida".
Que el consumo nos aleja de nuestra propia vida es evidente por la forma en que lo ejercemos en nuestra época. Pero, si Baudelaire tiene razón, podría decirse que rehuimos los tiempos muertos, el aburrimiento, el aparente vacío propio de toda cotidianidad, porque éste, apenas rompemos la membrana finísima que separa la distracción de la atención, nos revela eso que señala el poeta: recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
¿Y quién quiere enfrentar eso?
¿Quién quiere ahora vivir su propia vida, cuando parece más fácil vivir la vida que se nos ha asignado?