domingo, 2 de junio de 2019

Lo que haces y dices crea tu realidad


Lo que haces y dices crea tu realidad

Nuestros pensamientos, vivencias, actitud y palabras moldean el cerebro y afectan a cómo opera en el futuro. ¿Cómo superar los límites que nuestra mente impone?

Desde que Watson y Crick descubrieron el ADN y la manera en la que acaba convirtiéndonos de alguna manera en quienes somos, ha habido una gran expectación en torno a los nuevos descubrimientos sobre el genoma humano.

Parecía lógico que si el ADN se encontraba en el núcleo, este sería el “cerebro celular”. Sin embargo, ni siquiera los gemelos homocigóticos (que comparten exactamente la misma secuencia de ADN) despliegan el mismo carácter o sufren las mismas enfermedades. ¿Qué se nos había escapado?
La membrana celular: un "cerebro" sensible

Alrededor del citoplasma de la célula, donde se encuentra la “central energética” de la célula llamada mitocondria, hasta el retículo endoplásmico granuloso, donde se fabrican las proteínas que determina el ADN, existe la llamada membrana celular.

Para que seamos conscientes de su importancia: se puede quitar el núcleo a una célula sin que la célula muera; no podrá sintetizar nuevas proteínas ni reproducirse, pero vivirá muchos días más. Por el contrario, si quitamos la membrana, la célula muere de manera inmediata.

Esta está en contacto con todas las sustancias químicas que viajan por la sangre: desde las llamadas “moléculas de la emoción” hasta elementos del medio externo que han penetrado en nuestro cuerpo.


Hoy cada vez está más claro que el verdadero “cerebro” de la célula no está en el núcleo, sino en la membrana. Y esta es tremendamente sensible al medio en el que vive.

Hay moléculas que, bien actuando indirectamente a través de la membrana o teniendo una acción directa sobre el núcleo, hacen que ciertos genes se expresen o que no lo hagan. Así, nuestro estado de ánimo habitual podría favorecer la expresión de unos genes y no la de otros. Por eso, tenemos algo que decir a la hora de evitar que surja una enfermedad y también a la hora de combatirla.

¿Cómo actuamos sobre la membrana celular?

Cuando una persona se ha acostumbrado a vivir atrapada en una personalidad determinada, también ha quedado recluida a vivir en una especie de caja, a la que llamamos “zona de confort”.

Dentro de esta, nos hemos acostumbrado a pensar de una manera, a sentir de una manera y a tener en nuestra sangre una química determinada al ponerse en marcha unas emociones que solamente son el reflejo de una manera ya establecida de pensar y sentir. Muchas de estas emociones no son nada más que patrones automáticos de respuesta, que hemos reforzado una y otra vez a lo largo de los años.

Hay personas que reaccionan inmediatamente con ira ante la más mínima provocación, o que experimentan profundos sentimientos de culpa cada vez que ocurre algo doloroso, aunque ellos no tengan nada que ver. Las células de esos cuerpos están continuamente sometidas a ese aluvión de hormonas relacionadas con la ira o la culpa.

La membrana va a necesitar desarrollar un mayor número de receptores ante tantas moléculas. La propia célula se acomoda a este entorno químico, lo que podría tener una repercusión en la manera en la que va a funcionar, en los genes que va a expresar y en los que no.


Como podemos influir en las células, somos agentes activos a la hora de combatir o evitar enfermedades.

Después de mucho tiempo sumergidas en un medio químico determinado, llegan a necesitar que estas moléculas sigan estando presentes en su medio ambiente; el cuerpo en cierto modo exige su “dosis” de una determinada hormona y así se lo hace saber al cerebro, a través de los mapas de los sentimientos. Estamos hablando, por lo tanto, de una forma de “adicción”.

¿Cómo cambiar estos patrones de pensar y sentir?

Los automatismos no son sencillos de parar porque no son solo canales preferenciales en el cerebro, sino también en las células. Por eso, ciertos tipos de estímulo encuentran una resonancia, un eco tan grande en cada rincón del cuerpo. Afortunadamente, la membrana de las células es plástica y maleable, como los circuitos del cerebro: tiene la capacidad de adaptarse al medio químico en el que vive.

Ellas se reproducen y, si ven que ese medio químico ha cambiado, responderán con cambios en su función. Por eso es tan importante considerar el impacto que ampliar nuestra identidad –para que no sea tan estrecha y limitada–, puede tener en nuestra salud y vitalidad. Cuando cambiamos por otros los programas mentales que más nos limitan, modificamos la estructura celular.


Los esquemas de pensamiento, los sentimientos y el medio químico celular se retroalimentan de forma cíclica.

Esto también podría servir para explicar por qué ciertos cambios en la nutrición, el ejercicio físico y la forma de respirar pueden afectar a la manera en que las personas pensamos, sentimos y percibimos. Al alterar el medio químico en el que se encuentra la célula, se dan transformaciones en la membrana y en el funcionamiento celular.

A partir de ese momento, dichas células mostrarían una resistencia a que el cerebro volviera a cambiar las moléculas que predominan en su medio. Por eso tenemos que desarrollar paciencia con nosotros mismos y con los demás en lo que a procesos de cambio se refiere.

El papel del lenguaje

Este es un segundo mecanismo por el cual la identidad impostora altera nuestro estado de ánimo. El lenguaje no solo describe, sino que también crea nuestra realidad. Las palabras abren “cajones emocionales”, según las experiencias que asociamos a esas palabras.

Lo que decimos tiene un enorme poder sobre el tipo de experiencia que creamos. A través de nuestras interpretaciones y de las valoraciones de aquellas cosas que nos pasan vamos generando certezas y convicciones que, poco a poco, van configurando nuestra identidad, nuestra personalidad. Estas convicciones instaladas a nivel inconsciente se convierten en los puntos de referencia a la hora de determinar cuál va a ser el significado que vamos a otorgar a ciertos eventos.

El lenguaje es tan sumamente potente que basta que una persona cambie, por ejemplo, la frase “esto es algo espantoso” por “esto es un inconveniente” para que note, aunque sea ligeramente, un cambio en su mundo emocional.


Las palabras no se las lleva el viento. Usémoslas con intención. Tal vez nos sorprenda lo que empiece a suceder.

Llamamos “lenguaje transformacional” a aquel que tiene por sí mismo la capacidad de afectar a las emociones y también a los estados de ánimo. Algunos estudios científicos se han hecho para medir el impacto que las palabras tienen en nuestra fisiología.

Sabiendo cómo está asociado el cortisol a cambios muy profundos en el funcionamiento del cerebro y del cuerpo, no podemos seguir ignorando que usar una y otra vez palabras llenas de negatividad no solo no nos va a ayudar a resolver los problemas; al contrario, lo va a hacer todavía mucho más difícil.

Podemos usar las palabras para empezar a transformarnos. ¿Por dónde empezamos?
Cómo lo dices

Se trata de modular los vocablos que utilizamos, más que de desterrar las palabras negativas del vocabulario. No tiene el mismo efecto decir que algo es imposible que decirle que algo es improbable.
Cómo lo interpretas

Como toda experiencia es la integración de un hecho, una emoción y una valoración, alteramos nuestros recuerdos experienciales cuando cambiamos la manera en la que interpretamos lo que sucede.
Lo que creas

Seamos cautos con el tipo de palabras que usamos y con el tipo de valoraciones que generamos para evitar que nos roben nuestro poder personal y nos generen un sufrimiento innecesario.

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