El tornillo sacramental
(Por Julio Decaro)
Cuando mis dos hijos era aun muy pequeños, supimos tener una casita pequeña, en el lado norte del balneario Salinas, que le habíamos comprado a mi tío Nelson Decaro, a quien todos conocíamos como el tío Bebe, porque era el menor de los hermanos de mi padre.
En ese entonces, y tan solo para que se ubiquen en el tiempo, los préstamos del Banco Hipotecario con el que pude adquirir la propiedad eran no reajustables.
Por la distancia a la que se encontraba la casa de la costa, a la playa teníamos que ir en auto. En esa época conducía el primero que tuve, un Fiat verde del año 1946, ya viejo para aquel entonces.
Nos detuvimos en el estacionamiento que quedaba a bastante distancia de la orilla del mar y luego de bajar bolsos, baldes, palas, moldes, sombrilla, etc., coloqué las llaves del auto en un costado de mi cintura, apretadas a mi cuerpo por el elástico del short de baño. Les habíamos comprado a los chicos, para Reyes, un pequeño helicóptero, de esos que se hacen volar tirando de una piola. Entre las carreras y las carcajadas provocadas por los vuelos, algunos lindos y otros desastrosos, de aquel aparato, me olvidé de las llaves.
Tomamos todos un largo baño, luego nos quedamos con Lilian un rato al sol conversando mientras Gabriela y Pablo jugaban con arena, hasta que llegó la hora de regresar a casa, momento en que me di cuenta de que no tenía más las llaves en mi cintura, las que seguramente reposaban en el fondo del Rio de la Plata, en algún lugar cercano a la costa.
La aleta de la puerta delantera del lado del conductor era relativamente fácil de abrir, así que no fue gran problema entrar en el auto utilizando un alambre que encontré tirado en el lugar. El problema venía luego.
Aquel Fiat arrancaba en dos pasos. Primero, había que introducir una llave cilíndrica, pero con muescas en un hueco del tablero para hacer contacto (algo parecido a lo que utilizaban las motos de la época), y luego había que tirar de un botón blanco que daba el arranque.
Aquel alambre que ofició de abrepuertas, hizo las veces de llave de contacto que Lilian tuvo que mantener con cuidado en aquel orificio hasta llegar a casa. Aunque, por supuesto, el auto se detuvo varias veces en el trayecto, finalmente lo logramos.
En aquella época, ambos recién recibidos, no contábamos con un servicio prepago al que recurrir, así que decidí resolver el problema por las mías.
La casa tenía un pequeño garaje que no acostumbrábamos utilizar para el auto por varias razones. No era frecuente el robo de autos por más que se los dejase afuera y menos de uno como el nuestro. Por lo espacioso, utilizábamos aquel lugar los días de lluvia para almorzar o cenar, o tan solo pasar el rato jugando al veo veo. Finalmente, era mi lugar de trabajo, porque ahí dentro había un banco de carpintero y muchas herramientas que me dejó mi tío y que pertenecieron en su momento a mi abuelo Constantino que tenía ese oficio.
Decidí entonces, con ese instrumental, reproducir la llave de contacto según el recuerdo que tenía de ella, utilizando un tornillo del tamaño y forma aproximada, pieza que limé durante horas con mucho cuidado, tratando de repetir las muescas del original. Se sucedieron pruebas y más pruebas, idas y vueltas, lima y soplidos hasta que aquel tornillo giró en el lugar y por fin pude arrancar el auto ante el júbilo de toda mi familia, que festejaba como si hubiésemos sacado la lotería.
Muchos me decían que tenía que consultar a un cerrajero, no solo para hacer una llave como la gente, es decir una que tuviese el aspecto de una llave y no de un tornillo de cabeza hexagonal que apenas se podía agarrar para girar, sino también para hacer a llave de la puerta, porque seguíamos sin poder cerrar el auto.
Mientras tanto, yo sostenía de forma irreductible que las llaves iban a aparecer, que si el mar saca cantos rodados, iba a sacar mis llaves y no solo eso, sino que me serían devueltas, salvo la interferencia de alguna tontería humana.
Por aquel entonces, en la bajada a la playa que utilizábamos, había un precario kiosko de refrescos y sandwiches, a cuyo dueño le pregunté durante varios fines de semana si alguien le había entregado unas llaves. No tengo registro de cuántas veces la respuesta fue negativa, pero si de la vez en que me preguntó: "¿Son unas como de moto?". Quien nos estuviese mirando, hubiera creído que por segunda vez los Decaro nos habíamos ganado la lotería. Por supuesto, no tengo más el Fiat, pero aún conservo sobre mi escritorio, como un trofeo, aquella llave tornillo que ahora luce colocada sobre una base de madera adecuada que le saqué a un caleidoscopio.
Aún hoy, tantos años después, muchas veces aquel artilugio vuelve a la vida. Algunas veces se lo he mostrado a mis nietos y les he contado la historia, otras lo utilizo en alguna de mis charlas y allí sé que algunos ven solo un tornillo viejo limado; otros ven una llave de contacto extraña de un auto viejo. Otros, quizá unos pocos, ven en aquella rara pieza de metal un sacramento de la tenacidad, la perseverancia y, en especial, de la confianza y de la fe. Cada vez que yo la miro recuerdo agradecido que estas bendiciones habitan en mi y que son un verdadero tesoro.
Entre aquel entonces y ahora existen dos diferencias. La pequeña diferencia es que en aquel momento creía que esos dones me pertenecían, al igual que los resultados obtenidos. Ahora se que me fueron dados y que sobre los resultados de su aplicación no tengo ningún control. La gran diferencia es que ahora vivo más atento y en calma.
(Del libro "Yo soy un cuenta cuentos")
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