Entre quienes constituyen la trama que sostiene nuestro entorno (y necesitamos tener cuidado de no ser nosotros mismos quienes caigamos en esa trampa) existe este arquetipo: “el que no hace nada por nadie”. De qué estoy hablando? Confío en que a medida que lo describa a más de uno le será familiar…
– El que no hace nada por nadie se sienta a ver pasar la vida de los demás, como esos vecinos que, apostados en la puerta de su casa durante el atardecer del verano, miran el flujo del tránsito callejero… Toma pequeños datos del otro, los va tejiendo cual si se hiciese un suéter con requechos de distintas madejas, y cree, en algún punto, que ya lo sabe todo sobre ese otro: que “lo conoce bien”. Entonces ejerce una antigua actividad humana (poco comprometida, muy entrometida, y extremadamente sencilla): opina. Opina sobre la vida del otro. Opina sobre cómo debería haber actuado. Opina sobre qué hizo bien y qué hizo mal. Opina sobre qué habría hecho él en su lugar (con mucho mejor tino, por cierto!). Y, desde una asombrosa osadía, puede fundamentar su opinión con la contundencia de quien asevera que el agua está constituida por hidrógeno más oxígeno. Así, el que no hace nada parece que hiciera algo; pero lo que hace es sólo eso: opinar. Es un opinólogo experimentado, con años de amateurismo profesionalizado.
El que hace, en cambio, sabe cuánto cuesta hacer, cuánto cuesta darse cuenta, cuánto cuesta cambiar; por eso considera con mucha prudencia la vida del otro. Observa, pero no emite una opinión fácil, porque sabe -por haberlo vivido en carne propia-, que nadie puede “ponerse en los zapatos de otro”… porque para eso tendría que tener, ineludiblemente, sus pies.
– El que no hace nada por nadie a veces es como si jugara a las barajas ante los hechos que la vida va planteando: si se encuentra, por ejemplo, con alguien que trabaja para ayudar a los ancianos, sacará un naipe, golpeando la mesa a ceño fruncido, y cuestionará: “Los que más asistencia necesitan, en este país, son los niños!”. Pero no hará nada por los niños. (Y por los ancianos tampoco.) Y si se encuentra con alguien que trabaja por los derechos de los animales sacará otro naipe diciendo: “Con toda la necesidad que pasan, por ejemplo, las personas con discapacidad... ¿cómo es que priorizas a los animales?" Pero no hará nada por las personas con discapacidad. (Y por los animales tampoco.)
El que hace, en cambio, toma al menos un sector de su entorno que le resulte afín, y aplica su pasión, su presencia y su tiempo para mejorar esa porción de la realidad. Curiosamente, no es raro que, desde esa disposición activamente compasiva, termine ayudando también en otros sectores, de modo que si trabaja por el medio ambiente acompañe a su vecina que acaba de enviudar, o si se dedica a las personas con discapacidad sea parte de quienes colaboran en alimentar a los perros del barrio…
– El que no hace nada por nadie tiene la firme creencia de que existe, fuera de su persona, una entidad contundente y poderosa, pero que no actúa lo suficiente; esa entidad se llama “alguien”. “Alguien tendría que juntar firmas para que arreglen la plaza!”; “Alguien debería ocuparse de la Biblioteca del barrio!”; “Alguien tendría que mandar cartas al correo de lectores de los diarios!”. Y cierra su alocución con un convincente: “Qué barbaridad!” Circula entonces por la cotidianeidad ajena con un rictus amargo, mirando hacia sus dos costados buscando al mentado “alguien”. Pero el “alguien” es tan inoperante, en su criterio, que jamás da la cara. De modo que su estática vida tiene una asegurada provisión de insatisfacción, retroalimentada a perpetuidad.
El que hace, en cambio, sabe que el primer “alguien” es él mismo, y que son sus propias actitudes las que fomentarán que “algo” se transforme en el entorno. Promueve, inspira a otros, acciona, intenta, fracasa y se levanta, busca aliarse con sus pares… asume el compromiso empírico de ser agente de cambio.
– El que no hace nada por nadie vive al amparo de un techito seguro construido con este material: explicaciones. Explicaciones acerca de por qué no hace nada, claro. Aquellas personas por quienes el que no hace nada se siente incomprendido le llaman a eso “justificaciones”. “Justificarse”, curiosamente, viene de “interpretar como justo aquello que no lo es”. El que no hace, cuando se le cuestiona que sí podría hacer algo, tiene un menú de respuestas con algunas variantes, y que empiezan más o menos así: “Lo que pasa es que…”; “Si la gente no fuese tan…”; “Si yo tuviera (dinero, tiempo, menos problemas…) entonces sí que…”. Y si esto no alcanzara, el que no hace tendrá un argumento ya más global, que puede instrumentarse más o menos así: “Qué puede uno hacer, en esta época, y en este mundo de porquería, si todo está cada vez peor!”. Y punto.
El que hace, en cambio, tiene noción de sus limitaciones, pero conoce la línea en donde, si no hace, es porque se está autoengañando (pues sabe que sí podría hacer!). Mira su época, mira el mundo, y ve cuánto de terrible hay en lo que le rodea… pero no pierde de vista que también están el Bien, la Solidaridad, la Belleza… representados por gente concreta que se compromete en algo muy distinto que opinar, y que se llama SERVIR. Si uno no sirve, es inservible por propia decisión. Y esta época, este mundo, necesitan gente que sirva, en el mejor de los sentidos: el de ser útil a la Vida, -así, con mayúsculas-, en cada rincón, en cada sector, en cada ser sintiente…
De nosotros depende ser el que no hace nada por nadie, o el que sirve. Y a veces puede sucedernos que, sin advertirlo, estamos actuando a partir de los patrones interiores del que no hace nada por nadie. Entonces uno necesita ser gentil y firme consigo mismo… para cambiar de carril y no quedarse a vivir allí!
- Virginia Gawel
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