viernes, 3 de abril de 2020

El idealismo romántico

Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables.Sueñan lo más para realizar lo menos; comprenden que todos los idea-les contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas o de individuos, nunca se integran como se piensan. 

En pocas cosas el hombre puede llegar al Ideal que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado e inalcanzable.Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia y su genio por un beso. Tonos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no es infinito el poder humano, como el deseo?"Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita. 

Su sensibilidades aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquel subrayado por el latir más intenso de su corazón. Son dionisiacos. Sus aspiraciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social o poruna hostilidad contra todo lo que se opone a sus corazonadas y ensueños.

Construyen sus ideales sin conceder nada a la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo ya la ternura; con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una vida. Su idea cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con mássaña. 

Todo romántico está por Don Quijote contra Sancho, por Cyranocontra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas; por cualquier ideal contra toda mediocridad. Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla. Los temperamentos acomodaticios saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión. Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros de Golconda.

Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas "razones que la razón ignora", que decía Pascal. En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los Byron: su estuosidad apasionada nos estremece,ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, humedece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juveniles, como si los describieran con una vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo, por caso,la más lírica. 

Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente a veces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo o por un exceso, esa "voce calda" que enloquece a las mujeres finas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor,con ellos sueñan todas las Julietas e Isoldas. En vano se confabulan en su contra las embozadas hipocresías mundanas; los espíritus zafios desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones. Como no la poseen, renuncian a seguirlas.

El hombre incapaz de alentar nobles pasiones esquiva el amor como si fuera un abismo; ignora que él acrisola todas las virtudes y es el más eficaz de los moralistas. Vive y muere sin haber aprendido a amar. Caricaturiza a este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conveniencias. Los demás le eligen primero las queridas y le imponen después la esposa. Poco le importa la fidelidad de las primeras, mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. 

Musset le parece poco serio y encuentra infernal a Byron; habría quemado a Jorge Sand y la misma Teresa de Avila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar a la pecadora de Magdala. Cree firmemente que Werther, Joselyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enfermos. Aborrece la pasión honda y sentida, detesta los) manticismos sentimentales. Prefiere la compra tranquila a la conquista comprometedora. Ignora las supremas virtud es del amor, que es ensueño, anhelo, peligro, toda la imaginación convergiendo al embellecimiento del instinto, y no simple vértigo brutal delos sentidos.

En las eras de rebajamiento, cuando está en su apogeo la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual fuere el régimen dominante. Algunas veces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal democrático y humano. Su amor a todos los que sufren es justo encono contra los que oprimen su propia individualidad. Diríase que llegan hasta amar a las víctimas para protestar contra el verdugo indigno; pero siempre quedan fuera de toda hueste, sabiendo que en ella puede incubarse una coyunda para el por-venir.En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía con los tiempos y con las inclinaciones. 

Hay épocas en que más flore-ce, como en las horas de reacción que siguieron al sacudimiento libertario de la revolución francesa. Algunos románticos se creen providenciales y su imaginación se revela por un misticismo constructivo, como en Fourier y Lamennais, precedidos por Rousseau, que fue un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fue un Rousseau judío.En otros, el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, a convertirse en religión estática. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla entono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y desespera en Amiel. Fustiga a la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly. Y en otros conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al individuo, como en Émerson, Stirner, Guyau, lbsen o Nietzsche.

del libro "El hombre mediocre" por José Ingenieros

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