martes, 21 de abril de 2020

La virtud de la impotencia (37)

Será verdad lo que se afirma desde Lucrecio y Montaigne hastaRibot y Ostwald; pero los viejos no renunciarán a sus protestas contra los jóvenes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas.

Los viejos olvidan que fueron jóvenes y éstos parecen ignorar que serán viejos: el camino a recorrer es siempre el mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de ésta a la inferioridad mental.

¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóvenes revolucionarios terminen siendo viejos conservadores? ¿Y qué de extraño es la conversión religiosa de los ateos llegados a la vejez? ¿Cómo podría el hombre activo y ermprendedor a los treinta años, no ser apático y prudente a los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la vejez nos haga avaros, misántropos, regañones, cuando nos va entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa fuera cerrando una por una todas las ventanas entreabiertas frente a la realidad que nos rodea?

La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida; ella nos dice con voz firme que lo anormal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras funciones. Nacemos para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte.

Sin embargo, los viejos protestan de que no se les respete bastante, mientras los jóvenes se desesperan por lo excesivo de ese respeto.La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su De Senectute con el mismo espíritu que hoy Faguet escribe ciertas páginas de su ensayo sobre La Vieillese. Aquél se quejaba de que los viejos eran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia. Asombran las palabras de Faguet cuando afirma que los viejos no son escuchados, pretendiendo ver en ello la negación de una competencia más. Alega que en los pueblos primitivos, como hoy entre los salvajes, son los viejos los que gobiernan: la gerontocracia se explica allí, donde no hay más ciencia que la experiencia y los viejos lo saben todo, pues cualquier caso nuevo les resulta conocido por haber visto muchos similares. Dice Faguet que el libro puesto en manos delos jóvenes, es el enemigo de la experiencia que monopolizan los vie jos. Y se desespera porque el viejo ha caído en ridículo, aunque comete la imprudencia de juzgarle con verdad: "convenons de bonne grácequ'il préte á cela; il est entété, il est maniaque, il est verbeux, il estconteur, il est ennuyeux, il est grondeur, et son aspect est désagréa-ble" : ningún joven ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su volumen sobre el culto de la incompetencia.

Faguet opina que el viejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grave error, que sólo prueba su vejez.

Toda sociedad en decadencia es propicia a la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia individual; por eso a los jóvenes originales se les cierra el acceso al Gobierno hasta que hayan perdido su arista propia, esperando que la vejez los nivele, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes a su grupo social. Por eso las funciones directivas suelen ser patrimonio de la edad madura; la "opinión pública" de los pueblos, de las clases o de los partidos, suele encontraren los hombres que fueron superiores y empiezan ya a decaer, el exponente natural de su mediocridad. En la juventud, son considerados peligrosos; sólo en las épocas revolucionarias gobiernan los jóvenes; la Revolución Francesa fue ejecutada por ellos, lo mismo que la emancipación de ambas Américas. El progreso es obra de minorías ilustradas y atrevidas. Mientras el individuo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de las mayorías conservadoras.

No hay, pues, la falta de respeto que, en sus vejeces respectivas,señalaron Platón, Aristóteles y Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar que por el camino de la vejez se llega a la mediocridad, es la aplicación simple de una ley general que rige todos los organismos vivos y los prepara a la muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados a ver desteñirse las hojas y deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el invierno?

Admiremos a los viejos por las superioridades que hayan poseído en la juventud. No incurramos en la simpleza de esperar una vejez santa, heroica o genial tras una juventud equívoca, mansa y opaca; la vejez no pone flores donde sólo había malezas, antes bien, siega las excelencias con su hoz niveladora. Los viejos representativos que ascienden al gobierno y a las dignidades, después de haber pasado sus mejores años en la inercia o en orgías, en el tapete verde o entre rameras, en la expectativa apática o en la resignación humillada, sin una palabra vil y sin un gesto altivo, esquivando la lucha, temiendo a los adversarios y renunciando los peligros, no merecen la confianza de sus contemporáneos ni tienen derecho a catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en falsete y mueven a risa. Los hombres de carácter elevado no hacen a la vida la injuria de malgastar su juventud, ni confían a la incertidumbre de las canas la iniciación de grandes empresas que sólo pueden concebir las mentes frescas y realizar los brazos viriles.

La experiencia viril complica la tontería de los mediocres, pero puede convertirlos en genios; la madurez ablanda al perverso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Si se arrepiente no es por santidad; sino por impotencia.

del libro "El hombre mediocre" por José Ingenieros

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