Para muchos de nosotros, la vida actual tiene como denominador común la prisa y la impaciencia. Tal vez, dicho así, encontremos cierta resistencia a aceptar que nuestra vida transcurre con frenesí, o que muchas de las actividades que la ocupan (que nos ocupan) parecen imparables por definición.
Sin embargo, tomemos una pausa para reflexionar al respecto. Incluso esto suena inusual, ¿no? Que un texto al que quizá llegaste por azar, al que diste clic mientras seguías el scroll infinito de Facebook, te proponga ahora detenerte para pensar. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no tomarse unos minutos para abrir un paréntesis no en la vida, sino en las ocupaciones de la vida?: un paréntesis en el hacer que nos permita posar nuestra mirada sobre el ser.
Esta pausa, por sencilla que parece, no es muy habitual en la actualidad. No es fácil des-aprender algunos de los hábitos que en los últimos años hemos desarrollado, muy a nuestro pesar. Aprendimos a desear recompensas inmediatas y fugaces, aprendimos a vivir en un exceso constante de estímulos y aprendimos también a querer siempre más de todo. Entre otros factores, ahí se encuentra el germen de esa prisa y esa impaciencia a las que aludimos antes.
Lo insaciable nos lleva necesariamente a la búsqueda frenética pero, sobre todo, irreflexiva. Cabría preguntarse asimismo, en este contexto, si de verdad somos capaces de disfrutar lo que vivimos cuando nos encontramos en una actitud constante de querer siempre otra cosa.
A manera de provocación, compartimos este fragmento en el que Friedrich Nietzsche señaló tres tareas que consideró necesarias para todos los “educadores”. El filósofo habla de este oficio en particular porque sus líneas tienen como propósito formar una “cultura aristocrática”, esto es, sentar las bases de una manera amplia de vivir, distinta a la que imperaba en sus días y que, según su forma de pensar, aspiraría más bien a hacer de la vida una obra de arte. En ese sentido podríamos entender lo aristocrático no como una categoría excluyente, sino elevada, una forma de apreciar la vida que la dota de un sentido especial, exquisito. Nos dice Nietzsche:
[…] voy a señalar enseguida las tres tareas en razón de las cuales se tiene necesidad de educadores. Se ha de aprender a ver, se ha de aprender a pensar, se ha de aprender a hablar y escribir: la meta en estas tres cosas es una cultura aristocrática. Aprender a ver: habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar que las cosas se nos acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados.
Estas líneas, que provienen de El crepúsculo de los ídolos, nos invitan a hacer una pausa antes de reaccionar por mero instinto. A crear una distancia entre lo que somos y aquello que se nos presente, entre el ser y la realidad.
¿Con qué fin? Quizá no exista una sola respuesta a esta pregunta, pero, entre aquellas que podemos elaborar, es posible decir que en esos instantes de calma y de paciencia puede llegar a emerger el sentido de la vida, la razón por la que tenemos ciertas experiencias, la causa detrás de los hechos que nos ocurren. Ese “dejar que las cosas se nos acerquen” del que habla Nietzsche es un intervalo precioso entre la anticipación y el hecho en sí, entre el pensamiento y el acto, una especie de vacío que, como el aburrimiento o el ocio, pueden llenarse inesperadamente por las aguas a veces dulces y a veces intempestivas de la existencia plena.
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