El Máster en Alimentación Consciente es un proceso de desarrollo personal diseñado para que aprendas a cuidar de tu salud de forma holística y preventiva para gozar de más energía, bienestar y vitalidad.
Permíteme que vaya directo al grano: la comida es el “malo final” de mi videojuego existencial. Si bien la ira ha sido siempre mi gran pecado capital, tengo que confesar que la gula se encuentra en un segundo y destacado lugar. De hecho, actualmente es el que más me cuesta de gestionar. Mis amigos me apodan cariñosamente “Borja en exceso Vilaseca”. Este inherente afán de más me ha dificultado mantener una relación sana y equilibrada con la alimentación. Por decirlo llanamente, la moderación nunca ha sido lo mío.
Como sabes, la comida no es buena ni mala; más bien es neutra y necesaria. Y no solo para nuestra supervivencia, sino para gozar de energía y vitalidad con la que poder co-crear una existencia plena y con sentido. La relación que establecemos con la comida dice mucho acerca de una relación mucho más profunda: la que mantenemos con nosotros mismos. Hay quien la usa como nutriente y quien la utiliza como parche.
Mi problema es que comer me gusta demasiado. Y a veces utilizo la comida para tapar algún que otro agujero. Reconozco que he comido mucho más de lo que mi cuerpo ha necesitado. Este vídeo mío de Youtube lo atestigua. Es de 2013. Coincidiendo con mi primer año de paternidad, lucía la mal llamada “curva de la felicidad”. Solo una sociedad enferma puede etiquetar así un síntoma que suele poner de manifiesto justamente lo contrario.
Me va por temporadas. Pero en general mantengo una relación de amor-odio con este tipo de azúcar: lo “amodio” y lo “odiamo”. Por un lado me flipa comerme un Ferrero Rocher. Solo uno. ¡Me encanta! Siento un orgasmo en mi boca. Pero por el otro lado me fastidia enormemente que me regalen una caja por mi cumpleaños. Es bastante seguro que por la noche no quede ni uno.
Lo mismo me sucede en Navidad… No te voy a negar que me encanta saborear un trozo de turrón de Suchard. Solo uno, a poder ser pequeñito. ¡Me flipa! Pero me pone en un serio apuro estar al lado de una bandeja con una tableta entera. Es bastante probable que deje a más de un invitado sin probar bocado. ¡Y qué decir de la asquero-sabrosa Nutella! Cada vez que tengo cerca un pote abierto siempre pienso: “Mierda”. Con cierta vergüenza, lo reconozco: “Hola, me llamo Borja y soy adicto al azúcar refinado.” Ya sabes, la cocaína legal que venden en los supermercados.
En mi caso, se trata de un hábito muy arraigado. Aunque he mejorado con los años, cuando tengo a mi alcance, como. Reconozco que desde muy pequeñito he convivido con esa incómoda compañera de viaje llamada “ansiedad”. Me refiero a esa dolorosa punzada en el pecho. Esa ardiente llamarada en el corazón. Esa molesta tortura en la cabeza… Probablemente que sabes de lo que te hablo, pues casi todos la hemos experimentado alguna vez. Es un claro síntoma de que llevamos demasiado tiempo desconectados de nuestra verdadera esencia.
El quid de la cuestión es que cuanto mayor es el dolor reprimido que albergamos adentro, mayor es también nuestra necesidad inconsciente de huir, escapar y alejarnos de nosotros mismos. Y es entonces cuando nos volvemos potencialmente adictos a cualquier fuente de placer externa. Y hoy en día la comida –especialmente el azúcar blanco– es sin duda la droga legal más barata y fácil de conseguir. Incluso hay aplicaciones de móvil que te traen a tu casa lo que quieras a cualquier hora del día.
Pues bien, en mi caso la ansiedad y la gula me acompañan desde que tengo uso de razón. El primer recuerdo vívido que tengo de uno de los muchos atracones de azúcar que me he pegado en toda mi vida fue a los once años. Por aquel entonces, mi casa no era sinónimo de hogar y mi familia era antónimo de amor. Sea como fuere, me acuerdo perfectamente de que en un momento dado me encerré en el cuarto, encendí la tele y –completamente enajenado– me zampé compulsivamente un bote entero de Nocilla a cucharadas. Y tras comprobar que no quedaba más dulce en la despensa, empecé a morderme las uñas con nerviosismo.
Más tarde, durante mi adolescencia, me pasó lo mismo primero con el tabaco y luego con la marihuana. Fumé porros cada día durante años. Afortunadamente el alcohol no me gusta. Y no me sienta nada bien. Sin embargo, tuve una época en la que bebía todos los viernes, los sábados y algunos domingos. Como un auténtico cosaco.
Y la verdad es que no me cuesta nada. No lo vivo como una renuncia. Simplemente he trascendido la necesidad de intoxicar mi cuerpo. Ahora bien, me conozco: como me muerda una uña, me comeré la mano entera. De ahí que me haya convertido en una persona muy disciplinada, autoeducándome constantemente para desarrollar hábitos saludables adecuados a mi forma extrema de ser. Mis nuevas bebidas favoritas son la cerveza sin alcohol y sobre todo, el agua con gas.
Por otra parte, también he tenido algunas experiencias muy interesantes con el ayuno. Por decirlo poéticamente, fue algo así como encontrar la lucidez en el infierno. Todavía recuerdo salir de mi cuerpo y verme a mí mismo desde fuera. Menuda locura más transformadora. A su vez, abracé durante un tiempo la cocina macrobiótica y he probado diferentes enfoques y dietas. También practiqué el veganismo durante casi un año.
Y después de todo este periplo de idas y venidas con la comida, al final me considero un “vegano de alterne”. Como norma, no como carne ni pescado ni huevos ni queso ni nada que proceda de ningún animal. Pero de forma excepcional me permito hacer la vista gorda. Eso sí, en dichas contadas ocasiones solo consumo proteína animal producida de forma orgánica, ecológica y de calidad. A pesar de que como mucha proteína vegetal –mi comida favorita es el humus de garbanzos–, cada día me tomo vitamina B12 para compensar.
Si bien no soy ningún experto, empleo la trofología –el arte de combinar alimentos para una adecuada nutrición– y suelo comer un solo plato completo. Intento ponérselo fácil a mi estómago. En ocasiones también practico el ayuno intermitente. Algunos días procuro cenar muy pronto y a la mañana siguiente –a menos que tenga mucha hambre o sienta que verdaderamente lo necesito– no ingiero ningún alimento hasta el mediodía. Lo hago sencillamente porque me renueva energéticamente y me sienta de maravilla.
Una vez al mes, además, no ceno nada para facilitar que mi estómago tenga más tiempo de limpiarse por la noche. Tengo muy claro que en general sigo comiendo mucho más de lo que mi cuerpo necesita. De ahí que todo lo que ingiera de menos es un regalo que me hago a mí mismo. En este sentido, comulgo filosóficamente con el higienismo: simplemente trato de respetar los procesos naturales de limpieza y regeneración internos del cuerpo. Y procuro ser coherente con la máxima de Hipócrates: “Que tu alimento sea tu medicina”.
Hoy en día llevo un estilo de vida sano, pero con un poquito de lío. Es decir, que como norma no tomo azúcares refinados (bollería industrial, pasteles, helados, chucherías, etc…). Ahora bien, muy de vez en cuando hago excepciones. Y cuando las hago, las hago a lo grande. Y a poder ser sin remordimientos ni sentimiento de culpa. El único indicador del que me fío es de mi propio bienestar interior, de cómo me sienta aquello que como cada día. Soy muy consciente de que la salud es el bien más preciado que tengo. Me ha llevado casi 40 años, pero por fin puedo decir que cuido a mi cuerpo como lo que es: mi refugio y mi templo.
De hecho, no necesitamos intermediarios entre nosotros y nuestro propio cuerpo. Esto es precisamente lo que propone la “Calistenia”, un método de entrenamiento milenario que utiliza el peso corporal de la persona para que ésta pueda desarrollar su físico de manera natural y orgánica. Etimológicamente, proviene de dos palabras griegas: “kallos” (belleza) y “sthenos” (fortaleza). La finalidad de este entrenamiento consciente es convertirnos en nuestra mejor versión física.
En esencia, se trata de realizar semanalmente una serie de ejercicios que podemos hacer fácilmente en un parque o en el salón de casa, como las abdominales, las flexiones o las sentadillas. Nuestra motivación es cultivar la salud y la energía vital que se encuentran en nuestro interior. Y nuestro compromiso es con nosotros mismos, con hacernos responsables de nuestro bienestar físico. A partir de ahí, con una adecuada orientación y una alimentación sana, es una simple cuestión de tiempo para que los resultados empiecen a hablar por sí solos.
Entre otros beneficios, la Calistenia nos dota de mayor fuerza, agilidad, resistencia y velocidad, corrigiendo a su vez nuestra postura corporal y potenciando nuestra armonía natural. También favorece la regulación emocional y la relajación mental, contribuyendo a que nos sintamos mucho mejor con nosotros mismos. Si bien al principio cuesta ponernos en marcha, llega un momento en que se convierte en una práctica agradable, placentera e incluso adictiva, pues libera endorfinas, también llamadas “las hormonas de la felicidad”.
Te lo recomiendo porque yo mismo lo practico desde hace años. Y la verdad es que me aporta tantos beneficios que voy a seguir ejercitando mi cuerpo regularmente el resto de mi vida. Sería maravilloso que pudieras dedicar(te) al menos 15 minutos al día –uno, dos, tres o cuatro días a la semana– para sudar y jadear, sintiéndote más conectado con tu propio cuerpo. Con el tiempo, acaba convirtiéndose en un hábito más, el cual no cuesta nada de poner en práctica. Personalmente he pasado de ser un fofisano a estar bastante en forma.
Aprovecho estas líneas para agradecer a mi equipo la pasión y el entusiasmo que habéis puesto para ayudarme a crear una nueva obra de arte pedagógica. Y como no, a nuestros queridos profesores, los cuales han pasado por su propio proceso de transformación en relación con la comida, convirtiéndose en referentes en el ámbito de la alimentación consciente, la nutrición energética, la medicina alternativa y la salud integral y holística.
Como sabes, el secreto de la longevidad es la felicidad. Y si bien no está en tus manos la cantidad de tiempo que vas a vivir, nuestra propuesta pedagógica es que crezcas en comprensión y sabiduría para disfrutar de tu tiempo con la mayor calidad de vida posible. Y esto pasa por ponerle consciencia a tu forma de relacionarte con tu cuerpo en general y con la alimentación en particular. No dejes tu salud en manos de terceros. Cuidarte es tu responsabilidad. Te aseguro que cuando termines el máster sabrás perfectamente cómo hacerlo.
Quiero terminar esta carta diciendo que voy a ser el primer alumno de este máster. De todos los que hemos creado últimamente, es el que más me conviene realizar. No hace falta ser nutricionista para saber que la Nutella, los bombones, el turrón y el resto de productos que contienen grandes cantidades de azúcar refinado son literalmente basura. De ahí que siento que ha llegado mi momento de mirar cara a cara a mi “malo final”, iluminado las sombras que me mantienen presa del azúcar refinado. ¡Nos vemos en clase!
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