Hace un par de años tuve la oportunidad de traducir para INTERFERENCIA un longread extraordinario redactado por la fascinante pluma de la historiadora de la ciencia Amanda Gefter que se titulaba Walter Pitts, el hombre que intentó redimir al mundo con la lógica matemática.
Pitts era una de esas mentes brillantes de la primera mitad del siglo XX que procuraron por todos los medios congeniar la biología (vía la neurociencia), las matemáticas (en una posta de “testimonio” con los lógicos matemáticos y filósofos analíticos inmediatamente anteriores, como los recordados Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, Alonzo Church o Kurt Gödel) y los estudios de la mente (como los de los padres fundadores de las ciencias cognitivas, como Noam Chomsky o George Miller).
La revisión de Gefter de la vida y del trabajo de Pitts me dio muchas epifanías sobre la historia misma que yo me había hecho o contado acerca del decurso de los estudios de la mente, como estudiante de lingüística en la Universidad de Chile, ya hace como un cuarto de siglo.
En dicha historia -promovida por los libros de Howard Gardner o William Bechtel y toda la tracalada de volúmenes que un día a inicios de 2001 bajamos en PDF desde la MIT Press con un amigo- solía decirse que aquellos estudios de la mente se habían desarrollado en olas sucesivas desde una primera ciencia cognitiva clásica (o serial, o computacional, desde 1956 hasta 1985), pasando por una ciencia cognitiva conexionista (o de redes neurales, que había tenido su día entre 1986 y 1993), para finalmente arribar a la ciencia cognitiva enactiva (y una serie de otros nombres -el último de los cuales es 4E-, que entró en escena en 1994 y cuyos ecos no tenían visos de apagarse).
Esa idea de las olas sucesivas solía estar muy bien relatada en aquellos volúmenes, pero tras la lectura del longread de Gefter reparé en que era solo una puesta en escena: Walter Pitts junto a Warren McCulloch fueron los inventores de las redes neurales, muchas décadas antes de la llegada de ellas al estrellato… ya en 1943.
Al mismo tiempo, la idea de que redes neurales se oponían a la perspectiva computacionalista serial del funcionamiento de la mente -en que la mente es básicamente entendida como un computador- tampoco resultaba tan adecuada. Basta decir que el paper clásico sobre redes neurales artificiales de la dupla solo citaba un texto, el de Von Neumann sobre computadores “clásicos”.
Los vasos comunicantes entre la primera y la segunda ola de las ciencias cognitivas eran mucho más profundos de lo que las historias clásicas del área estaban dispuestos a reconocer.
Y luego estaban las ranas.
Dice Amanda Gefter: “En el sótano del Edificio 20 en el MIT, junto con un bote de basura lleno de grillos, Lettvin mantuvo un grupo de ellas. En ese momento, los biólogos creían que el ojo era como una placa fotográfica que registraba pasivamente puntos de luz y los enviaba, punto por punto, al cerebro, lo que dificultaba la interpretación. Lettvin decidió poner la idea a prueba, abriendo los cráneos de la rana y uniendo electrodos a fibras individuales en sus nervios ópticos. Junto con Pitts, McCulloch y el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, sometió a las ranas a diversas experiencias visuales -aumentando y atenuando las luces, mostrándoles fotografías a color de su hábitat natural, moscas artificiales colgando magnéticamente- y registró lo que el ojo procesaba antes de que este enviara la información al cerebro.
Para sorpresa de todos, el ojo de la rana no solo registró lo que vio, sino que filtró y analizó información sobre características visuales como el contraste, la curvatura y el movimiento. “El ojo le habla al cerebro en un lenguaje ya altamente organizado e interpretado”, informaron en el ahora seminal artículo What the Frog's Eye Tells the Frog's Brain (Lo que el ojo de la rana le dice al cerebro de la rana), publicado en 1959.
Los resultados sacudieron la cosmovisión de Pitts hasta su núcleo. En lugar de la neurona digital de información de computación cerebral que utiliza el implemento exacto de la lógica matemática, los procesos anómalos y análogos en el ojo estaban haciendo al menos parte del trabajo interpretativo. “Era evidente para él después de que le habíamos echado el ojo a la rana que incluso si la lógica jugaba un papel, no jugaba la parte importante o central que uno hubiera esperado”, dijo Lettvin”.
Cuando se relee el paper, What the Frog's Eye Tells the Frog's Brain (Lettvin, Maturana, McCulloch & Pitts, 1959) uno puede reparar en las implicancias de este hallazgo para los estudios de la percepción, la visión y la mente. A tanto llega el impacto del descubrimiento de que el ojo y los nervios visuales de la rana (o del humano) no son una cámara fotográfica, ni una pantalla pixelada, sino que una serie de mecanismos que sacan promedios de los estímulos lumínicos, que en el libro que ocupo como base en el curso que dicto de Neuroeducación se repite de varias maneras la moraleja del hallazgo temprano de Humberto Maturana y los otros colaboradores, como en esta cita: “al igual que con la visión y otros sistemas perceptivos, el objetivo de la audición no es crear una representación literal del mundo exterior, sino más bien construir un modelo interno del mundo que pueda interpretarse y permitir actuar sobre él” (The Student's Guide to Cognitive Neuroscience, Jamie Ward, 2015).
Las consecuencias intelectuales de aquel descubrimiento han significado que hasta el día de hoy, el trabajo con la rana sea uno de los estudios más citados -de acuerdo con cifras de Google Scholar- del chileno que se entrometió en la exploración del más alto nivel global científico acerca de la mente, los procesos computacionales paralelos, y la biología. Y no solo eso; se podría aventurar que toda la carrera intelectual -y en sus últimos años, filosófica- de Maturana se levantó sobre lo que descubrió, junto con aquellas otras lumbreras intelectuales, en aquel sótano del Edificio 20 del MIT en Boston.
¿Cuáles fueron aquellos hitos posteriores que definieron la carrera de Maturana?
En primer lugar, su desarrollo de la noción de la autopoiesis, esta vez en conjunto con su aventajado discípulo Francisco Varela, en 1973, en el volumen, De Máquinas y Seres Vivos: Una teoría sobre la organización biológica. La idea básica de la autopoiesis es nada menos que un intento basal por definir qué es la vida; “los seres vivos son redes de producciones moleculares en las que las moléculas producidas generan con sus interacciones la misma red que las produce”. Esta idea de la relación dinámica –“enactiva”- de los seres vivos con su entorno, daría pie no solo a la obra más recordada de esta nueva dupla, ahora chilena, El árbol del conocimiento (Editorial Universitaria, 1984), que puede con absoluta propiedad rotularse como lo que Daryn Lehoux y Jay Foster han bautizado en la revista Science; un best seller académico.
Las iluminaciones y gatillantes de ideas que emanan de la lectura de la obra de Maturana y Varela desbordaban la sola área de la biología, de la biología del conocer, e incluso de las ciencias cognitivas. Como en aquellos festivales de música en que se presentan en un mismo espacio bandas de muy distinto cuño, pero con objetivos estéticos que de algún modo convergen, sus ideas y, más, sus interacciones intelectuales, los relacionaron con la cibernética de Norbert Wiener, o la teoría general de sistemas de von Bertalanffy, e incluso, como un epílogo natural del pensamiento de Maturana, con los constructivistas radicales -que proponían que la realidad es una construcción social, de lenguaje, mental- como Paul Watzlawick o Ernst von Glasersfeld.
A tanto llegó la onda de impacto nacida de la observación del ojo de la rana, que la obra de Humberto Maturana finalmente sentó las bases, de algún modo, de la tercera era de los estudios de la mente, a la que en un primer momento, como en el libro Conocer (1988) del mismo Francisco Varela, se le pone en relación con, por ejemplo, George Lakoff, o con el mismo Fernando Flores, bajo el ya mencionado nombre de “enacción””. De ahí que en ciertos círculos se hable hasta el día de hoy de la Escuela Chilena de las Ciencias Cognitivas.
Clive Thompson en un texto para The New York Times realiza una reflexión sobre el ya nombrado Norbert Wiener que bien le podría quedar a Maturana como explicación de su impacto público: “Para ser un científico verdaderamente famoso, debes tener un single exitoso. Einstein tenía E = mc2. Newton tenía la manzana y la gravedad. Incluso los científicos estrellas de rock menores tienen un logro brillante por el cual son conocidos, como la teoría del átomo de Niels Bohr. Pero hay otro tipo de científico que nunca se abre camino, generalmente porque aunque su descubrimiento es revolucionario, también es enloquecedor resumirlo en una oración simple o dos. Él nunca produce un hit pegadizo. Él es más como un influencer en la trastienda: su trabajo inspira a muchos otros innovadores que absorben la idea, producen innovaciones más fácilmente comprensibles y se vuelven más famosos de lo que su mentor podría haber soñado. Encuentra un influencer, y encontrarás a un hombre profundamente amargado”.
Humberto Maturana -el, ahora ya hemos visto, fundador de la Escuela Chilena de las Ciencias Cognitivas- en realidad no fue un amargado. Aunque en realidad es “enloquecedor resumir”. sus hallazgos. A diferencia de otros de los pensadores que he mencionado, como von Bertalanffy, von Glaserferld, o el mismo Wiener, Maturana dedicó las últimas décadas de su pensamiento a tender puentes con la gran audiencia. Resultan casi innumerables sus apariciones públicas, charlas, entrevistas, en que siempre mencionaba que era un hijo del Chile del pasado, uno con más empatía y comunidad, ilustrado tanto por la educación pública escolar de aquellos lejanos días, como por su alma mater, la Universidad de Chile.
En esta última fase, quizá un poco a contrapelo, se transformó en aquel tipo de gurú intelectual del que habla Dan Sperber en The Guru Effect (2010). Además, una versión quizá también muy diluida de su modelo teórico, devino en una de las piedras angulares del coaching, vía de un lado la propia matríztica, y de otro, la deriva de esta línea de fuerza por Rafael Echeverría y su coaching ontológico.
Nada de esto nunca supo la rana de la que salió todo hace poco más de seis décadas.
Ricardo Martínez
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