"El nuevo lema es flexibilidad, y esta noción cada vez más generalizada implica un juego de contratos y despidos con muy pocas reglas pero con el poder de cambiarlas unilateralmente mientras la misma partida se está jugando. " - Zigmunt Bauman
En años recientes, representantes de todo el espectro político hablaban al unísono, con añoranza y deseo, de una «recuperación dirigida por los consumidores». Se ha culpado con frecuencia a la caída de la producción, a la ausencia de pedidos y a la lentitud del comercio minorista por la falta de interés o de confianza del consumidor (lo que equivale a decir que el deseo de comprar a crédito es lo bastante fuerte como para superar el temor a la insolvencia). La esperanza de disipar esos problemas y de que las cosas se reanimen se basa en que los consumidores vuelvan a cumplir con su deber: que otra vez quieran comprar, comprar mucho y comprar más. Se piensa que el «crecimiento económico», la medida moderna de que las cosas están en orden y siguen su curso, el mayor índice de que una sociedad funciona como es debido, depende, en una sociedad de consumidores, no tanto de la «fuerza productiva del país» (una fuerza de trabajo saludable y abundante, con cofres repletos e iniciativas audaces por parte de los poseedores y administradores del capital) como del fervor y el vigor de sus consumidores. El papel —en otros tiempos a cargo del trabajo— de vincular las motivaciones individuales, la integración social y la reproducción de todo el sistema productivo corresponde en la actualidad a la iniciativa del consumidor.
Habiendo dejado atrás la «premodernidad» —los mecanismos tradicionales de ubicación social por mecanismos de adscripción, que condenaban a hombres y mujeres a «apegarse a su clase», a vivir según los estándares (pero no por encima de ellos) fijados para la «categoría social» en que habían nacido—, la modernidad cargó sobre el individuo la tarea de su «autoconstrucción»: elaborar la propia identidad social, si no desde cero, al menos desde sus cimientos. La responsabilidad del individuo —antes limitada a respetar las fronteras entre ser un noble, un comerciante, un soldado mercenario, un artesano, un campesino arrendatario o un peón rural— se ampliaba hasta llegar a la elección misma de una posición social, y el derecho de que esa posición fuera reconocida y aprobada por la sociedad.
Inicialmente, el trabajo apareció como la principal herramienta para encarar la construcción del propio destino. La identificación social buscada —y alcanzada con esfuerzo— tuvo como determinantes principales la capacidad para el trabajo, el lugar que se ocupara en el proceso social de la producción y el proyecto elaborado a partir de lo anterior. Una vez elegida, la identidad social podía construirse de una vez y para siempre, para toda la vida, y, al menos en principio, también debían definirse la vocación, el puesto de trabajo, las tareas para toda una vida. La construcción de la identidad habría de ser regular y coherente, pasando por etapas claramente definidas, y también debía serlo la carrera laboral. No debe sorprender la insistencia en esta metáfora —la idea de una «construcción»— para expresar la naturaleza del trabajo exigido por la autoidentificación personal. El curso de la carrera laboral, y la construcción de una identidad personal a lo largo de toda la vida, llegan así a complementarse.
Sin embargo, la elección de una carrera laboral —regular, durable y continua—, coherente y bien estructurada, ya no está abierta para todos. Sólo en casos muy contados se puede definir (y menos aún, garantizar) una identidad permanente en función del trabajo desempeñado. Hoy, los empleos permanentes, seguros y garantizados son la excepción. Los oficios de antaño, «de por vida», hasta hereditarios, quedaron confinados a unas pocas industrias y profesiones antiguas y están en rápida disminución. Los nuevos puestos de trabajo suelen ser contratos temporales, «hasta nuevo aviso» o en horarios de tiempo parcial [part-time]. Se suelen combinar con otras ocupaciones y no garantizan la continuidad, menos aún, la permanencia. El nuevo lema es flexibilidad, y esta noción cada vez más generalizada implica un juego de contratos y despidos con muy pocas reglas pero con el poder de cambiarlas unilateralmente mientras la misma partida se está jugando.
Nada perdurable puede levantarse sobre esta arena movediza. En pocas palabras: la perspectiva de construir, sobre la base del trabajo, una identidad para toda la vida ya quedó enterrada definitivamente para la inmensa mayoría de la gente (salvo, al menos por ahora, para los profesionales de áreas muy especializadas y privilegiadas).
Este cambio trascendental, sin embargo, no fue vivido como un gran terremoto o una amenaza existencial. Es que la preocupación sobre las identidades también se modificó: las antiguas carreras resultaron totalmente inadecuadas para las tareas e inquietudes que llevaron a nuevas búsquedas de identidad. En un mundo donde, según el conciso y contundente aforismo de George Steiner, todo producto cultural es concebido para producir «un impacto máximo y caer en desuso de inmediato», la construcción de la identidad personal a lo largo de toda una vida y, por añadidura, planificada a priori, trae como consecuencia problemas muy serios. Como afirma Ricardo Petrella: las actuales tendencias en el mundo dirigen «las economías hacia la producción de lo efímero y volátil —a través de la masiva reducción de la vida útil de productos y servicios—, y hacia lo precario (empleos temporales, flexibles y parttime )».
Sea cual fuere la identidad que se busque y desee, esta deberá tener —en concordancia con el mercado laboral de nuestros días— el don de la flexibilidad. Es preciso que esa identidad pueda ser cambiada a corto plazo, sin previo aviso, y esté regida por el principio de mantener abiertas todas las opciones; al menos, la mayor cantidad de opciones posibles. El futuro nos depara cada día más sorpresas; por lo tanto, proceder de otro modo equivale a privarse de mucho, a excluirse de beneficios todavía desconocidos que, aunque vagamente vislumbrados, puedan llegar a brindarnos las vueltas del destino y las siempre novedosas e inesperadas ofertas de la vida.
Las modas culturales irrumpen explosivamente en la feria de las vanidades; también se vuelven obsoletas y anticuadas en menos tiempo del que les lleva ganar la atención del público. Conviene que cada nueva identidad sea temporaria; es preciso asumirla con ligereza y echarla al olvido ni bien se abrace otra nueva, más brillante o simplemente no probada todavía.
Sería más adecuado por eso hablar de identidades en plural: a lo largo de la vida, muchas de ellas quedarán abandonadas y olvidadas. Es posible que cada nueva identidad permanezca incompleta y condicionada; la dificultad está en cómo evitar su anquilosamiento. Tal vez el término «identidad» haya dejado de ser útil, ya que oculta más de lo que revela sobre esta experiencia de vida cada vez más frecuente: las preocupaciones sobre la posición social se relacionan con el temor a que esa identidad adquirida, demasiado rígida, resulte inmodificable. La aspiración a alcanzar una identidad y el horror que produce la satisfacción de ese deseo, la mezcla de atracción y repulsión que la idea de identidad evoca, se combinan para producir un compuesto de ambivalencia y confusión que —esto sí— resulta extrañamente perdurable.
Las inquietudes de este tipo encuentran su respuesta en el volátil, ingenioso y siempre variable mercado de bienes de consumo. Por definición, jamás se espera que estos bienes —hayan sido concebidos para consumo momentáneo o perdurable— duren siempre; ya no hay similitud con «carreras para toda la vida» o «trabajos de por vida». Se supone que los bienes de consumo serán usados para desaparecer muy pronto; temporario y transitorio son adjetivos inherentes a todo objeto de consumo; estos bienes parecerían llevar siempre grabado, aunque con una tinta invisible, el lema memento mori [recuerda que has de morir].
Parece haber una armonía predeterminada, una resonancia especial entre esas cualidades de los bienes de consumo y la ambivalencia típica de esta sociedad posmoderna frente al problema de la identidad. Las identidades, como los bienes de consumo, deben pertenecer a alguien; pero sólo para ser consumidas y desaparecer nuevamente. Como los bienes de consumo, las identidades no deben cerrar el camino hacia otras identidades nuevas y mejores, impidiendo la capacidad de absorberlas. Siendo este el requisito, no tiene sentido buscarlas en otra parte que no sea el mercado. Las «identidades compuestas», elaboradas sin demasiada precisión a partir de las muestras disponibles, poco duraderas y reemplazables que se venden en el mercado, parecen ser exactamente lo que hace falta para enfrentar los desafíos de la vida contemporánea.
Si en esto se gasta la energía liberada por los problemas de identidad, no hacen falta mecanismos sociales especializados para la «regulación normativa» o el «mantenimiento de pautas»; tampoco parecen deseables. Los antiguos métodos panópticos para el control social perturbarían las funciones del consumidor y resultarían desastrosos en una sociedad organizada sobre el deseo y la elección. Pero ¿les iría mejor a otros métodos novedosos de regulación normativa? La idea misma de una regulación, ¿no es, al menos en escala mundial, cosa del pasado? A pesar de haber resultado esencial para «poner a trabajar a la gente» en una comunidad de trabajadores, ¿no perdió ya su razón de ser en nuestra sociedad de consumo? El propósito de una norma es usar el libre albedrío para limitar o eliminar la libertad de elección, cerrando o dejando afuera todas las posibilidades menos una: la ordenada por la norma. Pero el efecto colateral producido por la supresión de la elección —y, en especial, de la elección más repudiable desde el punto de vista de la regulación normativa: una elección, volátil, caprichosa y fácilmente modificable— equivaldría a matar al consumidor que hay en todo ser humano. Sería el desastre más terrible que podría ocurrirle a esta sociedad basada en el mercado.
La regulación normativa es, entonces, «disfuncional»; por lo tanto, inconveniente para la perpetuación, el buen funcionamiento y el desarrollo del mercado de consumo; también es rechazada por la gente. Confluyen aquí los intereses de los consumidores con los de los operadores del mercado. Aquí se hace realidad el viejo eslogan: «Lo que es bueno para General Motors, es bueno para los Estados Unidos» (siempre que por «los Estados Unidos» no se entienda otra cosa que la suma de sus ciudadanos). El «espíritu del consumidor», lo mismo que las empresas comerciales que prosperan a su costa, se rebela contra la regulación. A una sociedad de consumo le molesta cualquier restricción legal impuesta a la libertad de elección, le perturba la puesta fuera de la ley de los posibles objetos de consumo, y expresa ese desagrado con su amplio apoyo a la gran mayoría de las medidas «desreguladoras».
Una molestia similar se manifiesta en el hasta ahora desconocido apoyo — aparecido en los Estados Unidos y muchos otros países— a la reducción de los servicios sociales (la provisión de urgentes necesidades humanas hasta ahora administrada y garantizada por el Estado), a condición de que esa reducción vaya acompañada por una disminución en los impuestos. El eslogan «más dinero en los bolsillos del contribuyente» —tan difundido de un extremo al otro del espectro político, al punto de que ya no se lo objeta seriamente— se refiere al derecho del consumidor a ejercer su elección, un derecho ya internalizado y transformado en vocación de vida. La promesa de contar con más dinero una vez pagados los impuestos atrae al electorado, y no tanto porque le permita un mayor consumo, sino porque amplía sus posibilidades de elección, porque aumenta los placeres de comprar y de elegir. Se piensa que esa promesa de mayor capacidad de elección tiene, precisamente, un asombroso poder de seducción.
En la práctica, lo que importa es el medio, no el fin. La vocación del consumidor se satisface ofreciéndole más para elegir, sin que esto signifique necesariamente más consumo. Adoptar la actitud del consumidor es, ante todo, decidirse por la libertad de elegir; consumir más queda en un segundo plano, y ni siquiera resulta indispensable.
Texto del sociológo Zigmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro Work, consumerism and the new poor en el año 1998.
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