Este cuento filosófico relata la profunda conversación que Alejandro Magno tuvo con Diógenes de Sinope. El legado de Alejandro Magno era puramente material, pero Diógenes le dio a entender que la felicidad es lo que realmente importa. Todo lo que conseguimos en vida se queda en el plano material, y no podemos llevarlo a ese desconocido viaje que es la muerte, por lo que si queremos dejar atrás algo de valor espiritual tenemos que trabajar en ello durante toda la vida.
Se cuenta que el rey macedonio Alejandro Magno, de camino hacia la India, fue a visitar al filósofo griego Diógenes de Sinope, quien descansaba a la orilla de un río. Nada más verlo, Alejandro Magno quedó fascinado por la paz que desprendía su presencia. «Señor, por todas partes me cuentan que es usted un gran sabio», afirmó el monarca. «Me gustaría hacer algo por usted. Dígame lo que desea y se lo daré.» Sin apenas inmutarse, Diógenes le contestó, con voz tranquila y serena: «Si eres tan amable, muévete un poco hacia un lado, que me estás tapando el sol. No necesito nada más.» Su respuesta lo dejó impresionado.
Tras unos segundos de silencio, el filósofo le comentó que durante meses había visto pasar muchos ejércitos que seguían órdenes del rey. «¿Adónde vas, Alejandro?», le preguntó. «Voy a la India», dijo el monarca. «¿Para qué?», le preguntó Diógenes. Seguro de sí mismo, el emperador le contestó: «Para conquistar el mundo entero.» Diógenes le miró a los ojos y le hizo una nueva pregunta: «Y después, ¿qué vas a hacer?» Alejandro Magno estuvo pensando un buen rato y finalmente afirmó: «Después descansaré, viviré tranquilo y seré feliz.»
Diógenes se echó a reír. «Estás loco», le espetó. «Yo estoy descansando ahora. No he conquistado el mundo y no veo qué necesidad hay de hacerlo. Si al final lo que quieres es vivir tranquilo y ser feliz, ¿por qué no lo haces ahora? Y te digo más: si lo sigues posponiendo nunca lo harás. Morirás. Todo el mundo muere en el camino, pero son muy pocos los que realmente viven.» Alejandro Magno le agradeció sus palabras y le dijo que las recordaría. Sin embargo, le confesó que en aquel momento no podía detenerse, pues tenía mucho por hacer y por conquistar.
Los años pasaron, pero según una leyenda aquel encuentro removió la conciencia del rey macedonio. Tanto es así, que hacia el final de su existencia, encontrándose al borde de la muerte, Alejandro Magno convocó a sus generales para comunicarles sus tres últimos deseos. En primer lugar, quería que su ataúd fuese transportado en hombros por los mejores médicos del imperio. También les pidió que los tesoros que había conquistado fueran esparcidos por el camino hasta su tumba. Y por último, les insistió en que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera del ataúd, a la vista de todos.
Asombrado, uno de sus generales quiso saber qué razones había detrás de tan insólitas peticiones. Y Alejandro Magno, muy serio, le respondió: «Primero, quiero que los más eminentes médicos carguen mi ataúd para recordar a la gente que todos vamos a morir, y que frente a la muerte, ellos no tienen el poder de curar. Segundo, quiero que el suelo sea cubierto por los tesoros acumulados durante mis años de invasiones para que el pueblo sepa que los bienes materiales conquistados, aquí permanecerán. Y tercero, quiero que mis manos se balanceen al viento para que todos vean que venimos al mundo con las manos vacías, y que con las manos vacías nos marchamos.»
Cuento extraído del libro «Las filofábulas», de Michel Piquemal.
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