Este cuento filosófico es una crítica al obsoleto sistema educativo industrial, que adoctrina a los niños para pensar y comportarse de una determinada manera, castrando su imaginación y creatividad.
Había una vez un niño pequeño que estaba en clase de dibujo creativo. La profesora les informó de que había llegado la hora de pintar y el chaval se puso muy contento. Cogió su estuche de colores y empezó a trazar las primeras líneas de lo que iba a ser un coche con alas de color azul y rosa. Su imaginación parecía no tener límites.
«¡Un momento!», dijo de pronto la profesora. El chico dejó súbitamente los colores en su mesa. «Todavía no he dicho qué vamos a pintar. Hoy vamos a dibujar flores», añadió. «¡Genial!», pensó el niño, porque a él le encantaba dibujar flores. Y enseguida empezó a dibujar una flor que no existía, con forma de cohete y de un color similar al del arco iris. Nuevamente, la maestra volvió a interrumpirle, diciendo: «¡Un momento! Todavía no he dicho qué tipo de flor vamos a pintar».
El chaval dejó los colores sobre su escritorio y observó cómo la profesora empezó a dibujar en la pizarra una flor roja con un tallo verde. Les enseñó exactamente cómo se tenía que hacer y todos los niños comenzaron a imitar su dibujo. Al niño le gustaba más su flor que la de la maestra, pero se limitó a obedecer sus indicaciones. Cogió otra nueva hoja en blanco e hizo una flor como la de la profesora: roja, con el tallo verde.
Los años fueron pasando y el niño fue aprendiendo en cada clase a esperar, obedecer e imitar, haciendo las cosas siguiendo el método que su maestra les enseñaba. Estaba haciendo con sus alumnos lo mismo que sus profesores habían hecho en su día con ella.
Finalmente, el niño y su familia se mudaron a otra ciudad, y el chaval fue a una escuela nueva. Y durante su primer día de clase, la maestra le dijo: «Hoy vamos a hacer un dibujo». Mientras el resto de chicos empleaba su creatividad para pintar cualquier cosa que se les ocurriera, el chico nuevo se quedó quieto, esperando a que la profesora le dijera qué tenía que dibujar y cómo tenía que hacerlo. Pero ella no decía nada; se limitaba a caminar por el aula, observando con curiosidad y admiración las creaciones de sus alumnos.
De pronto, se dio cuenta de que el nuevo alumno seguía sin tocar su estuche de colores. Se acercó hasta él y le preguntó: «¿Cómo es que no dibujas nada?» Y el chaval, sorprendido, le contestó: «Estoy esperando que me digas qué vamos a dibujar hoy». A lo que la profesora le dijo: «Puedes dibujar lo que tú quieras». El niño se quedó boquiabierto. No se esperaba que tal libertad fuera posible en una escuela. Sin embargo, permaneció quieto.
«¿Qué ocurre? ¿Estás bien?», le preguntó la maestra. «Sí, solamente que no se me ocurre nada que dibujar». La profesora, extrañada, trató de motivarlo, diciéndole. «A ver, ¿qué es lo que más te gusta?» El chaval, incómodo, le dijo: “No lo sé, la verdad». Y esta, con mucha delicadeza, se sentó junto a él, e insistió: «Tienes toda la libertad del mundo para dibujar lo que te apetezca. Lo que sea. No te preocupes si está bien o mal. Lo importante es que te haga ilusión y te divierta. ¿Qué me dices? ¿Qué te apetece dibujar?»
Y el chaval, incrédulo, le respondió: «No lo sé… ¿Una flor?» Y la maestra, llena de entusiasmo, le contestó: «¡Qué buena idea! ¡Me encantan las flores! A ver, ¿qué tipo de flor te apetece dibujar? ¡Puedes dibujarla con la forma que tú quieras y del color o los colores que más prefieras!» Y el chaval, con un brillo especial en sus ojos, le preguntó: «¿De la forma y del color que yo quiera?» Y la maestra, asintiendo, le dijo con ternura: «¡Claro! Si todos hicieran el mismo dibujo usando los mismos colores… ¿Cómo podría yo saber quién lo ha dibujado?» Seguidamente, el niño cogió un par de colores y comenzó a pintar una flor roja con un tallo verde.
Cuento de Helen E. Buckley.
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