Nuestra vida está marcada por el estrés, el ruido y el cansancio. En general estamos tan desconectados de nosotros mismos que procuramos llenar nuestra agenda de actividades para evitar adentrarnos en el silencio.
Si la naturaleza pudiera elegir su propia banda sonora, seguramente escogería el suave y pausado reggae de Bob Marley. Sin embargo, los ciudadanos de las sociedades modernas –cada vez más ajenos al mundo natural– estamos construyendo nuestra existencia al vertiginoso ritmo de la música electrónica de David Guetta. Vivimos tan acelerados que nos hemos vuelto hiperactivos en el peor sentido de la palabra. Cada vez nos cuesta más parar. Tememos quedarnos quietos y nos sentimos incómodos al quedarnos haciendo nada. Por eso procuramos mantenernos ocupados, distraídos y entretenidos.
Después de una larga y agotadora jornada laboral, al llegar a casa nuestra mente está tan embotada que lo único que nos apetece es sentarnos en el sofá delante de la tele. Pero tratar de relajarnos de esta manera es como hacer una tortilla sin huevos, sin patatas y sin sartén. ¡Es imposible! Así solo conseguimos callar nuestro ruido mental para escuchar el de la sociedad. De hecho, enchufarnos a una pantalla nos desconecta todavía más de nosotros mismos. Y termina por vaciar nuestro depósito de energía vital.
La calidad y cantidad de pensamientos que tenemos durante el día determina los que tenemos cada noche, en nuestros sueños. Por eso nos despertamos tan cansados por las mañanas, dependiendo de una buena taza de café para comenzar el día. Y puesto que no sabemos cómo recargar las pilas, solemos funcionar disfuncionalmente. No es ninguna casualidad que tendamos a ser egocéntricos, reactivos y victimistas, perturbándonos cada vez que las circunstancias no satisfacen nuestras necesidades, expectativas y deseos. Del mismo modo que nuestro móvil deja de funcionar cuando se le termina la batería, cuando se nos agotan las pilas se produce un fallo energético, quedándonos sin la fuerza ni la comprensión necesarias para modificar nuestra actitud frente a la vida.
VIVIMOS ALLÁ Y ENTONCES
“La gran tragedia de nuestro tiempo es que no sabemos vivir aquí y ahora.”
(Eckhart Tolle)
Puede que de día no ronquemos, pero eso no quiere decir que estemos del todo despiertos. Sin energía vivimos de forma inconsciente, dormidos, funcionando por inercia, casi sin darnos cuenta. Para verificar esta afirmación basta con observar nuestra forma de ducharnos. ¿Cuántas veces nos duchamos mientras nos estamos duchando? Es decir, ¿cuántas veces estamos debajo de agua caliente a presión –un lujo que solo disfrutamos menos de la mitad de la población mundial– sintiendo el agua, valorando y apreciando este momentazo cotidiano?
Mientras el agua caliente resbala por nuestro cuerpo solemos pensar en lo déspota que es nuestro jefe, que nos obliga a trabajar hasta tarde. O en lo pesada que es nuestra suegra, que nos envía whatsapp constantemente para pedirnos que vayamos a comer los domingos a su casa. ¡Nuestro jefe y nuestra suegra duchándose con nosotros! Lo cierto es que no solemos estar en la ducha mientras nos estamos duchando. Estamos casi siempre en nuestra mente y en nuestros pensamientos, divagando entre el pasado y el futuro. Vivimos entre el allá y el entonces (ambos ilusorios), marginando el momento presente, que es el único que existe. Funcionando así, ¿cómo esperamos que nos vaya la vida?
En cuanto a nuestros momentos de ocio, los dedicamos en gran parte a sentarnos pasivamente delante de una pantalla, ya sea viendo alguna serie de televisión, chateando por las redes sociales o navegando por Internet. El resto del tiempo lo pasamos rodeado de gente que, como nosotros, habla sin parar. Fijémonos en qué ocurre cuando conversamos con otra persona. La mayoría verbalizamos todos los pensamientos que deambulan por nuestra mente. En general no escuchamos. Y nadie nos escucha. Llamamos «conversación» a la sucesión compulsiva de dos monólogos que se interrumpen constantemente. Por eso nos es tan difícil conectar con los demás a un nivel más profundo.
Perseguimos la felicidad de tal modo que ésta se encuentra cada vez más lejos. Y nuestra falta de paz interior nos ha convertido en personas tremendamente adictas al placer, la diversión y el entretenimiento. Pero, ¿cuánto dura la satisfacción de comprar cosas o lograr triunfos? Demasiado poco, ¿no es cierto? La cruda verdad es que utilizamos el ruido para tapar el molesto vacío que sentimos en nuestro interior. Pero no importa cuánto huyamos. Nuestro dolor nos acompañará vayamos donde vayamos.
La «hiperactividad» nos impide relajarnos y disfrutar de la tranquilidad y la quietud. La «gula» nos condena a querer cada vez más de aquello que en realidad no necesitamos. Y el «ruido mental» nos imposibilita escucharnos a nosotros mismos –a nuestra voz interior–, desconociendo el camino que nos conduce nuevamente hacia el equilibrio. Estas tres tendencias ponen de manifiesto una carencia de silencio. Se trata de una cualidad que se desarrolla cuando estamos a solas, sin distracciones ni estímulos, cultivando la capacidad de ser y estar con nosotros mismos. Solo entonces comprendemos que la verdadera felicidad no tiene ninguna causa externa.
LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO
“¿Quieres saber lo que verdaderamente necesitas? Pregúntaselo al silencio.”
(Séneca)
Una forma de empezar a cultivar el arte de estar a solas con nosotros mismos consiste en elegir un parque cerca de nuestra casa o lugar de trabajo y comprometernos a sentarnos cada día en el mismo banco. Se trata de dedicarnos a hacer nada al menos 20 minutos, conviviendo con nuestro aburrimiento, en silencio. En el caso de que la experiencia de estar con nosotros mismos se vuelva insoportable, podemos respirar profundamente y observar lo que sucede en nuestro interior. El reto consiste en acoger nuestras emociones, por más dolorosas que sean, así como atrevernos a sentir el vacío. No hemos de temerlo; más bien aprender a acéptalo. Es una puerta. Al otro lado se encuentra el verdadero bienestar que estamos buscando.
A través del entrenamiento diario, la práctica del silencio nos genera multitud de efectos terapéuticos. En primer lugar, perdemos el interés en pasarnos el día haciendo cosas, aprendiendo a estar cada vez más presentes, viviendo cada momento con más profundidad. En paralelo, nos motiva a practicar yoga, taichí, contemplación o meditación, dedicando cada vez más espacios para hacer nada, respirar y relajarnos. Llegados a este punto, podemos vivir episodios en los que sentimos la necesidad de volver al parque y sentarnos en el banco para estar a solas con nosotros mismos.
También aumenta nuestra sensibilidad, percibiendo matices de la realidad que antes se nos escapaban o dábamos por sentado. A su vez, disminuye el miedo a conectar con nuestras heridas y traumas reprimidos, aprendiendo –a su debido tiempo– a liberarnos definitivamente del dolor y del sufrimiento. De esta forma gozamos de mayor habilidad para domesticar nuestra mente, escuchando cada vez con más claridad la voz que nos inspira a cuidar de nosotros y gestionar de forma más eficiente nuestra energía vital. Por último, podemos experimentar ataques temporales de conexión profunda con nosotros mismos, por medio de los que sanamos nuestra autoestima y fortalecemos la confianza en nosotros mismos.
Curiosamente, solemos decirnos que no tenemos tiempo para estar en silencio. O que hacer nada es una acción improductiva, carente de sentido. Sin embargo, lo que en realidad estamos diciendo es que no priorizamos cultivar nuestra salud física, emocional y espiritual. La práctica del silencio y de la inactividad nos llevan a desarrollar la serenidad y la sobriedad, dos cualidades que nos permiten sentirnos bien con nosotros mismos sin necesidad de estímulos externos. Como cualquier otro aprendizaje en la vida, es una simple cuestión de dar el primer paso. Y el mejor momento de darlo es ahora.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 22 de diciembre de 2013.
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