jueves, 19 de agosto de 2021

Comprar o no comprar ya no es el dilema

 "Para los consumidores fallidos, la versión actualizada de los que no tienen, no comprar constituye el estigma lacerante de una vida incompleta, la prueba de su falta de entidad y de su sensación de que no sirven para nada.. - Zygmunt Bauman                             

«El objetivo último de la tecnología, el télos de la techné», sugirió Jonathan Franzen al inicio de una conferencia pronunciada el 21 de mayo de 2011 en el Kenyon College, «es sustituir un mundo natural, indiferente a nuestros deseos (un mundo de huracanes, de adversidades y corazones que se pueden romper, un mundo que se nos opone), por otro tan receptivo a nuestros deseos que llega a ser, de hecho, una simple prolongación del yo». Estamos hablando en definitiva de comodidad y conveniencia, (por decirlo así, una comodidad sin esfuerzo y una cómoda falta de esfuerzo). Se trata de hacer que el mundo nos obedezca y se adapte a todos nuestros caprichos; de expulsar del mundo todo lo que se interponga, obstinada y tenazmente, entre nuestra voluntad y la realidad. Una precisión: como lo que llamamos «realidad» es aquello que se resiste a la voluntad humana, se trata en definitiva de hacer frente a la realidad. De vivir en un mundo constituido únicamente por lo que queremos y lo que deseamos; por nuestras necesidades y deseos como compradores, consumidores, usuarios y beneficiarios de la tecnología.


Un deseo que todos compartimos y sentimos con fuerza, con pasión, es el deseo de amar y de ser amado.

Y Franzen continúa:

A medida que los mercados descubren y responden a lo que los consumidores más desean, nuestra tecnología se ha vuelto especialmente diestra en crear productos que se correspondan con nuestra fantasía de relación erótica, en la que el objeto amado no pide nada y lo da todo al instante, haciéndonos sentir todopoderosos, y tampoco monta escenas espantosas cuando se ve sustituido por otro objeto aún más sexy y se queda relegado a un cajón.

(o al cubo de la basura o el vertedero sin fondo del olvido, añadiría yo). Cada vez con más frecuencia, los productos tecnológicos comercializados, como los gadgets electrónicos que se activan con la voz, o que amplían sus imágenes con el simple movimiento de dos dedos, encarnan todo lo que siempre soñamos que harían estos objetos queridos pero que nunca o casi nunca pensamos que conseguiríamos (y con la apreciable cualidad de que nunca se resisten a desaparecer y nunca vuelven después de haber sido abandonados). Los gadgets electrónicos no sólo sirven al amor: también están diseñados para ser amados de una manera que se les ofrece a todos los demás objetos de amor, pero que estos casi nunca permiten. Los gadgets electrónicos son los objetos de amor más asépticos, pues establecen normas y patrones tanto para los que entran, como para los que salen de relaciones amorosas que pueden ser ignoradas por todos los demás objetos de amor, sean estos electrónicos o de carne y hueso, animados o inertes, y con el único riesgo de ser descalificado y rechazado.

Sin embargo, a diferencia de los gadgets electrónicos, el amor de un ser humano por otro ser humano significa compromiso, aceptar los riesgos, estar dispuesto a sacrificarse; significa elegir un vía incierta y sin referencias, difícil e irregular, esperando (y queriendo) compartir su vida con otra persona. El amor puede o no ir acompañado de una felicidad tranquila, pero no suele ir acompañado de comodidad y conveniencia; estas no se pueden dar por hechas, y menos estar seguro de que estarán… Por el contrario, se ponen a prueba hasta el límite las habilidades propias y la voluntad, e incluso se plantea la posibilidad de una derrota, de la revelación de que uno es inadecuado, con la consecuente herida en la propia autoestima. Los productos electrónicos asépticos, suavizados, libres de espinas y de riesgos no son amor: ofrecen un seguro contra «la suciedad» pues, como observa acertadamente Franzen, «inevitablemente el amor mancha la imagen que el espejo nos devuelve de nosotros mismos». La versión del amor electrónicamente confeccionada no trata, en último término, en absoluto del amor; los productos tecnológicos de consumo atrapan a sus clientes con el señuelo de satisfacer su narcisismo. Prometen dejamos bien (pase lo que pase, hagamos los que hagamos o no hagamos). Como apunta Franzen «somos protagonistas de nuestras propias películas, nos fotografiamos incesantemente, basta un clic de ratón y una máquina nos confirma nuestra sensación de dominio Hacerse amigo de una persona se reduce a incluir a esa persona en nuestro salón privado de espejos favorecedores», Pero, añade, «el empeño de gustar plenamente es incompatible con las relaciones amorosas».

El amor es, o amenaza con ser, un antídoto contra el narcisismo. El amor también pone en evidencia la falsedad de las apariencias en las que se apoya nuestra autoestima, pues esta ha de pasar las pruebas de la realidad. Lo que la versión falsificada, blanqueada y esterilizada electrónicamente ofrece es un seguro para proteger nuestra autoestima de los riesgos por los que el original artículo de Franzen es tan conocido.

El «boom electrónico», los fabulosos beneficios obtenidos por las ventas de gadgets cada vez más «fáciles de usar» (dúctiles, sumisos, siempre obedientes) presentan todos los signos de otra «tierra virgen» recientemente descubierta y explotada (y un marco para una serie infinita de nuevas tierras por descubrir). Los mercados de consumo han logrado otra conquista: otra área de preocupaciones humanas, temores, deseos y luchas (hasta ahora en manos de las iniciativas comunitarias, la industria artesanal y la cocina casera, y por tanto desaprovechadas por el mercado) ha sido convertida en productos básicos y comercializados con éxito; las actividades de esta área, al igual que muchas otras áreas de preocupación y de actividad humanas, se han transformado en comprar experiencias y redirigido hacia los centros comerciales. Pero déjenme repetirlo: contrariamente a sus engañosos argumentos, la última área que se ha abierto a la explotación en el mercado de consumo no es la del amor, sino la del narcisismo.

No obstante, mensajes idénticos aparecen en las pantallas y salen de los altavoces, un día sí y otro también, con gran profusión. A veces los mensajes son claramente explícitos, y otras veces están ocultos sutilmente; pero cada vez, ya apelen a las facultades intelectuales, a las emociones o a los deseos subconscientes, prometen, sugieren y expresan una felicidad (o sensaciones placenteras, momentos de júbilo, arrebato o éxtasis: una radón de felicidad para toda la vida entregada poco a poco, en dosis diarias o por horas y por poco dinero) que forma parte de la adquisición, de la posesión y del disfrute de los productos proporcionados en una tienda.

El mensaje no puede ser más claro: el camino de la felicidad pasa por ir de compras. Desde este postulado, la suma total de las compras de un país es la medida principal y más fiable de la felicidad de una sociedad, y el tamaño de lo que cada uno representa en ese conjunto de compradores es la medida principal y más fiable de la felicidad temporal. En las tiendas se pueden encontrar remedios eficaces contra cualquier preocupación o contratiempo: contra todas aquellas pequeñas y grandes molestias e incomodidades de la vida que se interponen entre nosotros y un modo de vida acogedor, confortable y permanentemente gratificante. Así que, sea cual sea el producto que promocionan, presentan y venden, las tiendas son farmacias para cada problema real o posible de nuestra vida, para los que ya hemos tenido y para los que tememos tener.

Este mensaje se envía de forma indiscriminada tanto a los de arriba como a los de abajo. Este mensaje presume de ser universal (válido para cualquier ocasión y paral cualquier ser humano). Sin embargo, en la práctica, la sociedad se escinde entre una masa de verdaderos consumidores de pleno derecho (una condición muy valorada) y una categoría de consumidores fracasados, los que por diversas razones no son aptos para cumplir con las exigencias que ese mensaje les impulsa a asumir insistente y machaconamente, hasta convertirse en un mandamiento que no admite excepciones ni preguntas. El primer grupo está satisfecho con sus esfuerzos y tiende a considerar que sus altas puntuaciones en las tablas de consumo son un derecho y una recompensa justa por las ventajas ganadas o heredadas para afrontar la complejidad de la búsqueda de la felicidad. Por otro lado, el segundo grupo se siente humillado, pues ha sido asignado a la categoría de seres humanos inferiores: están en la cola de la clasificación de la liga, soportando o sufriendo ya su relegación. Se avergüenzan de su bajo rendimiento y de sus posibles causas: falta o insuficiencia de talento, de diligencia o de persistencia. Cualquiera de estas insuficiencias son vistas ahora como desafortunadas, degradantes, denigrantes o descalificadoras aunque sean consideradas (o porque son consideradas) como vicios evitables y reparables. Así, los perdedores de esta competición son culpados públicamente por la desigualdad social resultante. Y, lo que es más importante, tienden a estar de acuerdo con el veredicto público y se culpan a sí mismos, sacrificando su autoestima y su confianza. Al daño se le añade entonces un insulto. Sobre la herida abierta de la miseria se echa la sal de la reprobación. 

La condena de la inferioridad social supuestamente autoinfligida se ha extendido hasta incluir el murmullo del descontento por parte de los damnificados, por no hablar de su rebelión contra la injusticia de la desigualdad por sí misma (al igual que cualquier empatía o compasión que los poderosos practiquen con los humildes). La disconformidad con la situación actual y el modo de vida, que es responsable de su perpetuación, ya no son vistos como una defensa justificada de los derechos humanos perdidos/robados (aunque inequívocamente inalienables) que deberían respetarse, y por cuyos principios hay que ofrecer un trato igualitario. Más bien son vistos citando a Nietzsche, como una «compasión con todos los débiles y excluidos que es más perjudicial que cualquier vicio », y por eso constituye el «mayor peligro» que «siempre anida en la indulgencia y el sufrimiento » respecto de ellos y su clase.

Ese tipo de creencias públicas impuestas sirven de escudo protector de la desigualdad social para frenar cualquier intento serio, que tenga amplio apoyo social, de detener su curso, e incluso de disminuir su difusión. Sin embargo, no es posible evitar la creciente acumulación de ira y resentimiento entre aquellos que asisten a diario al espectáculo de los relucientes premios que supuestamente se ofrecen a los actuales y a los futuros consumidores (con recompensas que se presentan como el equivalente una vida de felicidad), a la vez que experimentan un día tras otro la exclusión y se les prohíbe la entrada al festín. 

De vez en cuando, la acumulación de ira contenida se desborda y se convierte en una breve orgía de destrucción (como ocurrió hace dos años en Tottenham con los disturbios que protagonizaron consumidores expulsados/descalificados), que expresa, sin embargo, el deseo desesperado de los desvalidos por entrar en el paraíso de los consumidores durante al menos un momento fugaz, más que la intención de cuestionar y desafiar el principio básico de la sociedad consumista, esto es, el axioma de que la búsqueda de la felicidad equivale a ir de compras, y de que la felicidad se debe buscar y se encontrará en los estantes de las tiendas.

Una vez complementada y culminada con la aceptación de las víctimas de este veredicto, la atribución de la culpabilidad a las víctimas de la desigualdad impide en la práctica que la disidencia alimentada por la humillación se convierta en un programa alternativo para construir una vida gratificante, basada en una organización social diferente. La disidencia sufre la mayor parte de los demás problemas de la solidaridad entre los hombres: tiende a ser, por así decirlo, «desregulada» e «individualizada». Los sentimientos de injusticia que podrían ser aprovechados para conseguir una mayor igualdad se reorientan hacía las manifestaciones más claras del consumismo, y se dividen en miríadas de quejas individuales que se resisten a la agregación o a la combinación, y en actos esporádicos de envidia y venganza dirigidos contra otras personas de su propio bando. Así, los estallidos puntuales de violencia son una salida temporal para las venenosas emociones que normalmente están dominadas y reprimidas, y que proporcionan un respiro por un tiempo, aunque sólo sea para hacer más fácil de soportar la plácida y resignada capitulación ante las detestadas y aborrecidas injusticias de la vida diaria. Y como advirtió agudamente Richard Rorty hace unos años, «mientras el proletariado esté distraído de su propia desesperación con acontecimientos ficticios creados por los medios de comunicación… los superricos no tienen, nada que temer ».

Cualquier clase de desigualdad social deriva de la división entre los que tienen y los que no tienen, como observó Miguel de Cervantes y Saavedra hace ya varios siglos. Pero en tiempos históricos distintos tener o no tener objetos diferentes ha sido el estado más deseado y a la vez el estado más aborrecido. Hace dos siglos en Europa, y hace sólo unas décadas, en muchos lugares alejados de Europa, y hasta en la actualidad, en los campos de batallas de unas cuantas guerras tribales o entre los campos del juego de nuestros salvadores locales, el principal objeto que hacía estallar el conflicto entre los que tenían y los que no tenían era y sigue siendo el pan o el arroz (que siempre faltaba). Gracias a Dios, a la ciencia, a la tecnología y/o ciertos compromisos políticos razonables, este ya no es el caso (lo que no significa, sin embargo, que la antigua división esté muerta y enterrada). Al contrario, los objetos de deseo cuya ausencia causa más resentimiento hoy son muchos y variados, y su número, al igual que la tentación por tenerlos, aumentan día a día, Por ello la ira, la humillación, el despecho y el rencor por no tenerlos también aumentan —tanto como el impulso por destruir lo que no se puede tener—. El saqueo y el incendio de tiendas derivan de este mismo origen y satisface el mismo anhelo.

Ahora todos somos consumidores, en primer lugar y ante todo, consumidores con derechos y obligaciones. El día del atentado del 11-S, George W. Bush, al animar a los norteamericanos a superar el trauma y volver a la normalidad, no encontró mejor sugerencia que decir: «Volved a ir de compras». El nivel de nuestra actividad consumista y la facilidad con la que adquirimos un objeto de consumo y lo sustituimos por otro «nuevo y mejorado» es el principal parámetro para medir nuestra posición social y nuestra puntuación en la competición por tener éxito en la vida. Buscamos en las tiendas las soluciones a todos los problemas que nos encontramos en el camino, soluciones que supuestamente nos alejan de las dificultades y nos llevan a la satisfacción. Desde la cuna hasta la tumba nos educan y nos entrenan para usar las tiendas como farmacias llenas de medicamentos que curan o al menos mitigan todos los males y aflicciones de nuestras vidas y de nuestras relaciones con los demás. Las tiendas y las compras adquieren de este modo una verdadera y plena dimensión escatológica. Es famosa la afirmación de George Ritzer de que los supermercados son nuestros templos; y las listas de la compra, añadiría yo, son nuestros breviarios, mientras que nuestros paseos por los centros comerciales se han convertido en nuestras peregrinaciones. Comprar por impulso y deshacerse de las cosas que poseemos y que ya no son lo bastante atractivas para sustituirlas por otras más atractivas constituyen nuestras emociones más fuertes. La plenitud del disfrute del consumidor significa la plenitud de la vida. Compro, luego existo. Comprar o no comprar ya no es el dilema.

Para los consumidores fallidos, la versión actualizada de los que no tienen, no comprar constituye el estigma lacerante de una vida incompleta, la prueba de su falta de entidad y de su sensación de que no sirven para nada. No sólo implica la ausencia de placer, sino también la ausencia de dignidad. De hecho, implica la ausencia de sentido de la propia vida. En último término, la ausencia de humanidad y de cualquier elemento de respeto por uno mismo o por los demás.

Para los miembros legítimos de esta congregación consumista, los supermercados pueden ser templos para rezar y también el destino de peregrinaciones rituales. Para los anatemizados, declarados culpables y desterrados de la Iglesia de los Consumidores, los supermercados son las avanzadillas del enemigo, colocadas provocadoramente en la tierra de su exilio. Unas murallas estrechamente vigiladas impiden el acceso a los bienes que protegen a los consumidores de un destino similar. Como tuvo que reconocer George W. Bush, impiden la vuelta (y para aquellos que nunca entraron, la entrada) a la «normalidad». Persianas y rejas de acero, circuitos cerrados de televisión, guardias de seguridad uniformados en las entradas, y otros vestidos de paisano, ocultos en el interior, acentúan la atmósfera de un hostil campo de batalla. Esas fortalezas armadas y estrechamente vigiladas contra «el enemigo interior» nos recuerdan continuamente la degradación, la inferioridad, la miseria y la humillación de muchos que viven dentro de dichas fortalezas. Desafiantes desde su altiva y arrogante inaccesibilidad, esas fortalezas parecen gritar: «¡Te desafío!». Pero ¿a qué?.

La respuesta más extendida y generalizada a esta última pregunta es: «Al juego de ser más que los demás». Es decir, intentar superar y sobrepasar al vecino o al compañero de trabajo en el juego de la desigualdad de las posiciones sociales. Superar a los demás implica que existe desigualdad. La desigualdad social constituye el hábitat natural en la búsqueda de superación de los demás y la estimula, y es su producto más representativo. El juego de superar a los demás implica e insinúa que la manera de solucionar el daño hecho hasta ahora por la desigualdad es más desigualdad. Su atractivo reside en la promesa de convertir la desigualdad de los jugadores en una ventaja. O más bien de convertir la plaga de la desigualdad que se vive socialmente en un bien que se disfruta de manera individual, midiendo el éxito de cada uno en función del nivel de fracaso del otro; el progreso de uno en función del número de personas que se han quedado regazadas, y, en definitiva, el aumento del valor de uno en función de la devaluación de los demás.


Hace unos meses François Flahault publicó un excelente estudio sobre la idea del bien común y lo que este implica, Durante muchos años este infatigable explorador e intérprete de las sutilezas manifiestas y latentes de las relaciones y los intercambios humanos emprendió la lucha contra el concepto «individualista y utilitario» del hombre, es decir, la premisa explícita u oculta de la mayor parte de las ciencias sociales occidentales, que asumen que el hombre es anterior a la sociedad, y que por lo tanto la sociedad —el hecho de la solidaridad humana— tiene que explicarse mediante las características propias de las personas. Flahault es uno de los defensores más coherentes y persistentes de la opinión contraria: la sociedad es anterior al hombre, y por ello el pensamiento y los actos de los individuos, incluidos el hecho de actuar individualmente y, por así decirlo, «ser individuos», debe explicarse en relación al hecho fundamental de vivir en sociedad. Su libro dedicado al «bien común» reúne todos los conocimientos e ideas de una larga vida de investigación; se puede considerar el resumen y el corolario de toda su obra hasta la actualidad.

El principal mensaje de ese nuevo estudio de Flahault, centrado en la forma radicalmente «individualizada» de nuestra sociedad, es la idea de que los derechos humanos se utilizan con frecuencia para sustituir y eliminar el concepto de «bien político» (aunque siendo realistas, esa idea se basa asimismo en la idea de «bien común»). La existencia y la coexistencia humana, al combinarse en la vida social, constituyen el bien común para todos nosotros, del que proceden todos los bienes sociales y culturales. Por tanto, la búsqueda de la felicidad debe promover la búsqueda de experiencias, instituciones y otras realidades culturales y naturales de la vida en común, en vez de concentrarse en los índices de riqueza, que tienden a convertir la coexistencia humana en lugares de competición individual, rivalidad y luchas internas.

En su reseña del libro de Flahault, Serge Audier apuntaba que los modelos de convivencia de Serge Latouche o Patrick Viveret, si bien se acercan a la idea defendida por Flahault como alternativas al individualismo actual, tienen una larga historia (aunque la mayor parte del tiempo se mantuvieron alejados del debate público). Ya en su Fisiología del gusto, publicada en 1825, Brillat-Savarin insistía en que la «gastronomía», los placeres de la mesa, el júbilo de sentarse con otras personas alrededor de una mesa, los placeres de compartir la comida, la bebida, las bromas y la alegría, eran algunos de los vínculos esenciales de una sociedad. El sentido actual de la idea de convivencialidad, como un compañerismo liberado de las fuerzas conjuntas de la burocracia y la tecnología, fue introducido, elaborado y planteado en su forma final en los trabajos de Ivan Illich. Este filósofo de origen austríaco, cura católico y agudo crítico social, fue el autor de La convivencialidad (1973), en el que protestaba contra lo que llamaba «la guerra contra la subsistencia» emprendida por la «élite profesional». Permítanme añadir, sin embargo, que desde entonces los mercados de consumo han descubierto y utilizado ávidamente las potencialidades comerciales ocultas en estos modelos de convivencialidad; como muchos otros impulsos sociales y éticos, se comercializaron y, por lo general, se les estampó el logo de una marca. También entraron a formar parte de las estadísticas del PIB (la proporción de intercambios monetarios que representan crece constantemente y sin descanso).

Por consiguiente, el tema —y es un tema para el que todavía no tenemos una respuesta convincente, demostrada empíricamente— está en averiguar si los placeres de la convivencia son capaces de sustituir a la búsqueda de riquezas, el disfrute de los artículos de consumo que ofrecen los mercados y la competitividad, que se combinan en la idea del crecimiento económico infinito, y cumplen el papel casi universalmente aceptado de medios para conseguir una vida feliz. Resumiendo, ¿podremos inclinarnos hacia los placeres de la convivencialidad, por muy «naturales», «propios» y «espontáneos» que sean, en la actual sociedad dominante, superando la mediación del mercado y sin caer en la trampa del utilitarismo?.

En la actualidad se están llevando a cabo diferentes intentos para conseguirlo. Un ejemplo de ello podría ser el Slow Food, un movimiento internacional (que está cerca de tener un estatus global) fundado en Italia por Cario Petrini en 1986. Presentado como una alternativa a la comida rápida, se esfuerza por preservar la cocina tradicional y regional y promueve el cultivo de plantas, el uso de semillas y la cría del ganado propias del ecosistema local. El movimiento se ha expandido a escala planetaria, y supera ya los 100. 000 miembros en 150 países. Sus objetivos, producir comida de forma sostenible y promocionar los pequeños negocios locales, van paralelos a una agenda política dirigida contra la globalización de la producción, agrícola. Su objetivo último, y su motor principal, es el resurgimiento y el redescubrimiento de los casi olvidados placeres de la convivencia, de la solidaridad y de la cooperación en la consecución de objetivos compartidos como alternativa a los crueles placeres de la competitividad y de la carrera a codazos. Se puede leer en la Wikipedia que existen en la actualidad unas 1300 agrupaciones locales de convivia: de estas, 360 se encuentran en Italia —son conocidas como condotte— y cuentan con 35 000 miembros. El movimiento está descentralizado: cada convivium tiene un líder que se encarga de la promoción de los artesanos locales, de los agricultores locales y también de los sabores locales, acudiendo a eventos regionales, como talleres del gusto, catas de vinos, y mercados de agricultores. Se abrieron oficinas de Slow Food en Suiza (1995), Alemania (1998), Nueva York (2000), Francia (2003), Japón (2005), y más recientemente en el Reino Unido y en Chile.

El movimiento Slow Food (seguido, por cierto, en 1999, por la iniciativa Cittaslow, similar en valores e intenciones, y que ya se extiende a catorce países) sólo es un ejemplo —relativamente reducido en sus dimensiones y que no pasa de ser un incipiente intento de llevar esas ideas a la práctica— de lo que se puede hacer para intentar evitar el desastre social que podría ocurrir en un mundo en manos de la orgía consumista, favorecido e instigado por la conquista, por parte de los mercados de consumo, del deseo humano de felicidad. Un desastre que con toda probabilidad ocurrirá si no se intenta atenuar o frenar ciertas cosas que están ocurriendo y a las que se les ha dado carta de naturaleza. Si finalmente se produce el desastre, eso significará que «las asimetrías, las desigualdades y las injusticias se harán más profundas, tanto entre generaciones como entre países», como advirtió recientemente Harald Welzer en su riguroso estudio sobre las consecuencias sociales del próximo, y en gran medida ya inevitable, cambio climático, provocado en gran parte por nuestra decisión colectiva de perseguir la felicidad mediante el consumo. El problema reside en que «el mundo del capitalismo global» resulta claramente inadecuado para asumir y comprender «propósitos a largo plazo» como los que necesitaría la prevención de este tipo de catástrofe. Es decir: nada menos que un replanteamiento radical y una revisión de nuestra manera de vivir y de los valores que la orientan. Como escribe Welzer:

Es necesario, sobre todo en una situación de crisis, desarrollar visiones de futuro, proyectos o simplemente ideas que aún no se hayan pensado. Esta solución puede parecer algo ingenua, pero no lo es. Lo que es ingenuo es la idea de que el tren que marcha hacia la destrucción progresiva de las condiciones de supervivencia de muchas personas modificaría su velocidad y dirección si en su interior la gente corre en la dirección opuesta al sentido de su marcha. Albert Einstein dijo una vez que los problemas no pueden solucionarse con los patrones de pensamiento que los generaron. Hay que cambiar la dirección global, y para eso es necesario primero detener el tren.

Y continúa:

Las estrategias individualistas contra el cambio climático tienen una función básicamente sedante. El plano de la política internacional sólo admite transformaciones en un tiempo lejano. Por eso, el único campo de acción cultural que queda es el plano intermedio, el de la propia sociedad y, junto con él, el trabajo democrático sobre la cuestión de cómo se quiere vivir en el futuro Habría que centrar el esfuerzo en que los ciudadanos no se conformen con renunciar —menos viajes en coche, más viajes en tranvía— sino en que tengan una participación cultural efectiva que genere y aplique transformaciones que se consideren buenas.

Bueno, cuando llegue (si llega) el desastre, no podremos decir que no nos lo advirtieron. No obstante, lo mejor, tanto para usted como para mí, y para todos, es evitar que se produzca mientras todavía dependa de nuestra capacidad detenerlo.

Texto del sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico Zygmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro "Does the Richness of the Few Benefit Us All?"

Zygmunt Bauman-

No hay comentarios:

Publicar un comentario