APUNTES PARA UNA POSIBLE REVOLUCIÓN COPERNICANA EN LA PSICOTERAPIA, LA PSICOTERAPIA DE PAREJA Y LA SEXO TERAPIA. QUINTA ENTREGA
Las utopías irrealizables
El pensamiento utópico se ha caracterizado siempre por su ambivalencia. Por un lado, las utopías han inspirado y siguen inspirando las más extraordinarias y valiosas aventuras humanas. Por otra parte, han contribuido a bloquear infinitas iniciativas más modestas pero posibles en nombre de sueños perfectos pero prácticamente irrealizables.
Aunque el pragmatismo y “el hedonismo de corto plazo”, al decir de Albert Ellis, le han quitado al idealismo utópico la vigencia que pudo tener en tiempos más creativos y revolucionarios, sigue dinamizando en el ámbito de la política, a veces en el de la ecología y, sobre todo, en el ámbito del pensamiento religioso, empecinados defensores. Pensemos, sin más, en ciertos radicalismos revolucionarios a nivel político, en el empecinado corte de los puentes sobre el Río Uruguay por los fanáticos piqueteros de Gualeguaychú y en los variados fana-tismos que siguen esperando la llegada del Mesías y que, en Oriente y Medio Oriente, siguen alentando a los mártires del terrorismo islámico.
Respecto de este idealismo apragmático y de su empecinamiento en ignorar los hechos que lo contradicen, alguien con sentido del humor contaba la anécdota de un idealista extremo que, defendiéndose de quienes le demostraban, una y otra vez, que la realidad lo vivía refutando, contestaba decidida y rotundamente: “Peor para la realidad”.
En un plano mucho más modesto que el las grandes utopías políticas o religiosas, nosotros solemos ejemplificar este tipo de idealismo, impermeable a las contundentes refutaciones de la realidad, con el caso, elocuentemente ilustrativo, de lo que viene pasando en nuestro medio con la propuesta, cien veces promovida y cien veces abortada, de incorporar la educación sexual a los pla-nes de la enseñanza formal. En efecto: padres, docentes, educadores y políticos reclaman, cada poco tiempo, que las escuelas y los liceos incorporen cursos de educación sexual a sus programas curriculares. A esos efectos, se montan co-misiones, se contratan técnicos, se inician jornadas de capacitación y se anuncia la puesta en ejecución del plan a la brevedad. Una y otra vez el entusiasmo languidece, y, silenciosamente, la iniciativa vuelve a archivarse. Al poco tiempo, renace como el Ave Fénix y se inicia otro ciclo de entusiasmo, languidez y fracaso. Estos ciclos son los que nos han llevado a caracterizar a sus promotores como verdaderos “campeones de la frustración y del empecinamiento”.
Nosotros hemos ahondado en las razones de esta inoperancia. Veamos a qué conclusiones hemos arribado:
Con un simplismo llamativo en gente con amplia formación cultural y profesional, se piensa, ingenuamente, que la educación en sexualidad debería y tendría que funcionar como una asignatura más en los programas de enseñanza, a igual título que la geografía, la física o la literatura. No se asume (o no se quie-re asumir) que la educación sexual, al contrario de las demás asignaturas, no puede realizarse al margen de la afiliación comprometida a un determinado sistema de valores éticos. Y no se quiere asumir que una tal afiliación resulta im-posible, por principio, en una sociedad laica, donde impera, democráticamente, el unánimemente aceptado y respetado pluralismo axiológico y ético.
Es decir: en una sociedad pluralista, pretender hacer educación sexual en el sistema formal de enseñanza es tan inviable como intentar hacer educación política o religiosa. El fracaso de los intentos de hacer educación sexual formal no responde, pues, a dificultades que se podrían superar, sino que responde a una imposibilidad esencial, pues es imposible, por principio, unaeducación sexual laica.
Si alguien puede abrigar dudas sobre esta última afirmación, le sugerimos que se pregunte cómo se las arreglaría el educador sexual para abordar, en el sistema formal de enseñanza laica, temas como la masturbación, la homosexualidad, los anticonceptivos, las relaciones pre-matrimoniales, el aborto. Sencillamente, la única opción que le queda será borrarlos del programa (igual que otra serie de temas polémicos). Cosa que, por otra parte, se ha hecho y se sigue haciendo sistemáticamente. Con lo que el programa de educación sexual le quedará reducido (como ha sucedido siempre) a aburridas clases sobre anatomía y fisiología reproductiva (al repetido “romance” del espermatozoide con el óvulo) y al manejo higiénico de las posibles enfermedades de trasmisión sexual.
Aunque el pragmatismo y “el hedonismo de corto plazo”, al decir de Albert Ellis, le han quitado al idealismo utópico la vigencia que pudo tener en tiempos más creativos y revolucionarios, sigue dinamizando en el ámbito de la política, a veces en el de la ecología y, sobre todo, en el ámbito del pensamiento religioso, empecinados defensores. Pensemos, sin más, en ciertos radicalismos revolucionarios a nivel político, en el empecinado corte de los puentes sobre el Río Uruguay por los fanáticos piqueteros de Gualeguaychú y en los variados fana-tismos que siguen esperando la llegada del Mesías y que, en Oriente y Medio Oriente, siguen alentando a los mártires del terrorismo islámico.
Respecto de este idealismo apragmático y de su empecinamiento en ignorar los hechos que lo contradicen, alguien con sentido del humor contaba la anécdota de un idealista extremo que, defendiéndose de quienes le demostraban, una y otra vez, que la realidad lo vivía refutando, contestaba decidida y rotundamente: “Peor para la realidad”.
En un plano mucho más modesto que el las grandes utopías políticas o religiosas, nosotros solemos ejemplificar este tipo de idealismo, impermeable a las contundentes refutaciones de la realidad, con el caso, elocuentemente ilustrativo, de lo que viene pasando en nuestro medio con la propuesta, cien veces promovida y cien veces abortada, de incorporar la educación sexual a los pla-nes de la enseñanza formal. En efecto: padres, docentes, educadores y políticos reclaman, cada poco tiempo, que las escuelas y los liceos incorporen cursos de educación sexual a sus programas curriculares. A esos efectos, se montan co-misiones, se contratan técnicos, se inician jornadas de capacitación y se anuncia la puesta en ejecución del plan a la brevedad. Una y otra vez el entusiasmo languidece, y, silenciosamente, la iniciativa vuelve a archivarse. Al poco tiempo, renace como el Ave Fénix y se inicia otro ciclo de entusiasmo, languidez y fracaso. Estos ciclos son los que nos han llevado a caracterizar a sus promotores como verdaderos “campeones de la frustración y del empecinamiento”.
Nosotros hemos ahondado en las razones de esta inoperancia. Veamos a qué conclusiones hemos arribado:
Con un simplismo llamativo en gente con amplia formación cultural y profesional, se piensa, ingenuamente, que la educación en sexualidad debería y tendría que funcionar como una asignatura más en los programas de enseñanza, a igual título que la geografía, la física o la literatura. No se asume (o no se quie-re asumir) que la educación sexual, al contrario de las demás asignaturas, no puede realizarse al margen de la afiliación comprometida a un determinado sistema de valores éticos. Y no se quiere asumir que una tal afiliación resulta im-posible, por principio, en una sociedad laica, donde impera, democráticamente, el unánimemente aceptado y respetado pluralismo axiológico y ético.
Es decir: en una sociedad pluralista, pretender hacer educación sexual en el sistema formal de enseñanza es tan inviable como intentar hacer educación política o religiosa. El fracaso de los intentos de hacer educación sexual formal no responde, pues, a dificultades que se podrían superar, sino que responde a una imposibilidad esencial, pues es imposible, por principio, unaeducación sexual laica.
Si alguien puede abrigar dudas sobre esta última afirmación, le sugerimos que se pregunte cómo se las arreglaría el educador sexual para abordar, en el sistema formal de enseñanza laica, temas como la masturbación, la homosexualidad, los anticonceptivos, las relaciones pre-matrimoniales, el aborto. Sencillamente, la única opción que le queda será borrarlos del programa (igual que otra serie de temas polémicos). Cosa que, por otra parte, se ha hecho y se sigue haciendo sistemáticamente. Con lo que el programa de educación sexual le quedará reducido (como ha sucedido siempre) a aburridas clases sobre anatomía y fisiología reproductiva (al repetido “romance” del espermatozoide con el óvulo) y al manejo higiénico de las posibles enfermedades de trasmisión sexual.
Los futuros inviables “de hecho”
Aquí el futuro al que se aspira se vuelve tóxico por no estar dadas las condiciones que habilitarían su factibilidad.
Es en estos casos en que vale, sin ninguna clase de dudas, el principio que establecía la II Declaración de La Habana que dice: “cuando no están dadas la condiciones, la tarea de quien pretenda cambios revolucionarios será la de crearlas”.
Es decir: nada menos inteligente y más condenado al fracaso que empecinarnos en cambiar la realidad si las condiciones no están dadas o si nos resulta imposible crear las condiciones que hagan factibles los cambios propuestos.
Nos limitaremos a desarrollar brevemente dos ejemplos, en ámbitos muy diversos, de dos intentos de provocar cambios “revolucionarios” que terminan en fracasos por no cumplirse, en ninguno de ellos, las condiciones necesarias y suficientes que volverían factible su realización.
Es en estos casos en que vale, sin ninguna clase de dudas, el principio que establecía la II Declaración de La Habana que dice: “cuando no están dadas la condiciones, la tarea de quien pretenda cambios revolucionarios será la de crearlas”.
Es decir: nada menos inteligente y más condenado al fracaso que empecinarnos en cambiar la realidad si las condiciones no están dadas o si nos resulta imposible crear las condiciones que hagan factibles los cambios propuestos.
Nos limitaremos a desarrollar brevemente dos ejemplos, en ámbitos muy diversos, de dos intentos de provocar cambios “revolucionarios” que terminan en fracasos por no cumplirse, en ninguno de ellos, las condiciones necesarias y suficientes que volverían factible su realización.
En primer término, no referimos a la derrota, rotundamente contundente, del proyecto político protagonizado en nuestro país por el Movimiento de Libera-ción Nacional “Tupamaros”, de alcanzar el poder por la vía de la lucha armada y de llevar adelante su programa de socialismo revolucionario.
Aparte de otros posibles fundamentos ideológicos que alentaron el emprendimiento revolucionario del MLN, incidió decisivamente en sus motivaciones el romanticismo entusiasmado que invadió a la izquierda latinoamericana al con-sumarse el triunfo de la Revolución Cubana. Como decíamos en otro pasaje de este trabajo, y a pesar de la excepcionalidad del proceso revolucionario cubano, en su caso sí las condiciones estaban dadas para el cambio político por la vía de la lucha armada. A ello coadyuvaron, en distinta medida, diversos factores: el rechazo unánime y la condena mundial al gobierno de Fulgencio Batista, y la primera impresión de que los rebeldes de la Sierra Maestra aparecieran, para el mundo pero sobre todo para los EEUU, como los Robin Hood de una democracia no contestataria.
Pero, cuando el desarrollo del proceso fue demostrando que el derrocamiento de Batista no repetía, una vez más, la sucesión de mandatarios incondicionales de Wall Street, las “condiciones” que posibilitaron el triunfo de Fidel, dejaron de resultar favorables y, progresivamente, se convirtieron en condiciones cada vez más adversas para el proceso revolucionario que, por otra parte, se radicali-zaba progresivamente.
Pero, entonces, ya era tarde para revertir el proceso: las fuerzas conservadoras del mundo (y sobre todo de los EEUU) ya no pudieron impedir la instalación del poder revolucionario que se consolidó a pesar del bloqueo norteamericano y de los sucesivos intentos de invasión protagonizados por los mercenarios respaldados desde Miami.
El modelo resultaba seductor pero inviable en nuestro país. Incluso, inviable en cualquier país de Latinoamérica, pues el mismo triunfo de la Revolución Cubana alertó a las fuerzas contrarrevolucionarias y terminó con las condiciones favorables a cualquier cambio político radical. Por el contrario, lo que se entronizó como reacción inmediata fue el más draconiano terrorismo de estado, prota-gonizado por las distintas dictaduras que se adueñaron del continente y asola-ron sus tímidas democracias representativas.
No deja de ser ilustrativo que en un país como el nuestro, después de los tenebrosos años del exilio, de las desapariciones, de las torturas y de los asesinatos, paradojalmente se hayan dado las condiciones para que el mismo guerrillero que pasó l3 años en el peor encierro y las peores torturas ocupe hoy el sillón de la Presidencia de la República, elegido por una abrumadora mayoría de electo-res. Este resultado, sólo aparentemente paradojal, confirmaría, por otro lado, la evidencia de que “sólo si de dan las condiciones” son posibles los cambios revolucionarios. Sólo así se puede comprender que lo que no se pudo conseguir por las armas se termine consiguiendo por las urnas (es decir, por el mismo camino que resultaba inviable unos años atrás).
Veamos, ahora, el segundo ejemplo que explicita nuestro planteo. Este mucho más directamente referido al tema central del presente ensayo.
Nos referimos a lo que, en reiteradas oportunidades, hemos caracterizado y hemos cuestionado como la insuficiencia e incluso como el fracaso de los tratamientos psicoterapéuticos y sexoterapéuticos que pretenden alcanzar cambios decisivos en las actitudes y las conductas de los presuntos “pacientes”manteniendo incambiadas las condiciones que las provocan.
Es a propósito de esta situación que nosotros hemos concebido lo que llamamos terapia situacional, que podríamos definir como la estrategia de “cambiarle la cabeza a la gente cambiando su situación” y no seguir empecinándose en pretender que cambiándole la cabeza al paciente, a razón de una o dos sesiones terapéuticas por semana, vamos a lograr cambiar su situación existencial. O, dicho de otro modo, decidirse a preguntarse en serio si podemos esperar que dos sesiones de diálogo terapéutico por semana pueden lograr algún resul-tado si el consultante vuelve y se instala regular y conformistamente en el mundo familiar,matrimonial, laboral, etc. que, seguramente, constituye el decisivo caldo de cultivo que eterniza sus problemas y sus conflictos.
Es decir, preguntarnos si los problemas, los conflictos o los trastornos del presunto “paciente” se han de resolver limitándonos a intentar cambiarle las ideas a través de la consulta terapéutica sin crear “las condiciones” que vuelvan factible el cambio en el plano de “sus actitudes” y de “sus conductas” personales e interpersonales.
Sólo cuando “lo que se dice” en el diálogo terapéutico logra expresarse testimonial y pragmáticamente en el “hacer” del consultante, se alcanzan cambios significativos en su “ser”.
Dicho con las palabras de Lao Tse: “La manera de ser es hacer”. A lo que nosotros agregamos: y la manera de ser es hacerse, construirse a uno mismo en el proceso de convertirse en persona.
Aparte de otros posibles fundamentos ideológicos que alentaron el emprendimiento revolucionario del MLN, incidió decisivamente en sus motivaciones el romanticismo entusiasmado que invadió a la izquierda latinoamericana al con-sumarse el triunfo de la Revolución Cubana. Como decíamos en otro pasaje de este trabajo, y a pesar de la excepcionalidad del proceso revolucionario cubano, en su caso sí las condiciones estaban dadas para el cambio político por la vía de la lucha armada. A ello coadyuvaron, en distinta medida, diversos factores: el rechazo unánime y la condena mundial al gobierno de Fulgencio Batista, y la primera impresión de que los rebeldes de la Sierra Maestra aparecieran, para el mundo pero sobre todo para los EEUU, como los Robin Hood de una democracia no contestataria.
Pero, cuando el desarrollo del proceso fue demostrando que el derrocamiento de Batista no repetía, una vez más, la sucesión de mandatarios incondicionales de Wall Street, las “condiciones” que posibilitaron el triunfo de Fidel, dejaron de resultar favorables y, progresivamente, se convirtieron en condiciones cada vez más adversas para el proceso revolucionario que, por otra parte, se radicali-zaba progresivamente.
Pero, entonces, ya era tarde para revertir el proceso: las fuerzas conservadoras del mundo (y sobre todo de los EEUU) ya no pudieron impedir la instalación del poder revolucionario que se consolidó a pesar del bloqueo norteamericano y de los sucesivos intentos de invasión protagonizados por los mercenarios respaldados desde Miami.
El modelo resultaba seductor pero inviable en nuestro país. Incluso, inviable en cualquier país de Latinoamérica, pues el mismo triunfo de la Revolución Cubana alertó a las fuerzas contrarrevolucionarias y terminó con las condiciones favorables a cualquier cambio político radical. Por el contrario, lo que se entronizó como reacción inmediata fue el más draconiano terrorismo de estado, prota-gonizado por las distintas dictaduras que se adueñaron del continente y asola-ron sus tímidas democracias representativas.
No deja de ser ilustrativo que en un país como el nuestro, después de los tenebrosos años del exilio, de las desapariciones, de las torturas y de los asesinatos, paradojalmente se hayan dado las condiciones para que el mismo guerrillero que pasó l3 años en el peor encierro y las peores torturas ocupe hoy el sillón de la Presidencia de la República, elegido por una abrumadora mayoría de electo-res. Este resultado, sólo aparentemente paradojal, confirmaría, por otro lado, la evidencia de que “sólo si de dan las condiciones” son posibles los cambios revolucionarios. Sólo así se puede comprender que lo que no se pudo conseguir por las armas se termine consiguiendo por las urnas (es decir, por el mismo camino que resultaba inviable unos años atrás).
Veamos, ahora, el segundo ejemplo que explicita nuestro planteo. Este mucho más directamente referido al tema central del presente ensayo.
Nos referimos a lo que, en reiteradas oportunidades, hemos caracterizado y hemos cuestionado como la insuficiencia e incluso como el fracaso de los tratamientos psicoterapéuticos y sexoterapéuticos que pretenden alcanzar cambios decisivos en las actitudes y las conductas de los presuntos “pacientes”manteniendo incambiadas las condiciones que las provocan.
Es a propósito de esta situación que nosotros hemos concebido lo que llamamos terapia situacional, que podríamos definir como la estrategia de “cambiarle la cabeza a la gente cambiando su situación” y no seguir empecinándose en pretender que cambiándole la cabeza al paciente, a razón de una o dos sesiones terapéuticas por semana, vamos a lograr cambiar su situación existencial. O, dicho de otro modo, decidirse a preguntarse en serio si podemos esperar que dos sesiones de diálogo terapéutico por semana pueden lograr algún resul-tado si el consultante vuelve y se instala regular y conformistamente en el mundo familiar,matrimonial, laboral, etc. que, seguramente, constituye el decisivo caldo de cultivo que eterniza sus problemas y sus conflictos.
Es decir, preguntarnos si los problemas, los conflictos o los trastornos del presunto “paciente” se han de resolver limitándonos a intentar cambiarle las ideas a través de la consulta terapéutica sin crear “las condiciones” que vuelvan factible el cambio en el plano de “sus actitudes” y de “sus conductas” personales e interpersonales.
Sólo cuando “lo que se dice” en el diálogo terapéutico logra expresarse testimonial y pragmáticamente en el “hacer” del consultante, se alcanzan cambios significativos en su “ser”.
Dicho con las palabras de Lao Tse: “La manera de ser es hacer”. A lo que nosotros agregamos: y la manera de ser es hacerse, construirse a uno mismo en el proceso de convertirse en persona.
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