El patrón de ponernos últimos y dar al otro ilimitadamente es un comportamiento aprendido.
Es una estrategia de supervivencia cuando, para sentirnos seguros, amados y aceptados, ser nosotros no era suficiente, no bastaba.
Tan arraigado está a nuestra forma de relacionarnos, que puede parecer que es parte de nuestra personalidad, una parte nuestra innata.
Tal vez, cuando nos sentíamos amenazados por el rechazo, la ira, las críticas o la indiferencia de mamá, atender sus necesidades nos ganaba un momento de calma.
Tal vez, estar pendiente de papá nos convencía de que, si hacíamos todo lo necesario, él se daría cuenta de que realmente importamos y nos demostraría que nos amaba.
Ese papel de “niña buena” o “niño bueno” nos ayudó a sobrevivir a los diferentes monstruos de nuestra infancia.
Pero lo que antes no sirvió, hoy nos sabotea y nos estanca.
El abandonarnos para atender a otros nos deja gradualmente vacíos, resentidos y agotados.
Comenzamos a notar, con cierto fastidio, cómo esta dinámica crea una expectativa en los otros y nos sumerge en relaciones de esfuerzos casi totalmente unilaterales donde se empieza corroer la generosidad y la confianza.
Seguramente, en algún momento, cansados de cargarnos la relación entera a los hombros, hemos intentado modificar los pasos de esta conocida danza.
Puede que hayamos hecho reclamos, expresando la injusticia de la situación y demandando que la otra persona ponga más esfuerzo o deje de esperar todo sin dar nada.
Puede que, al caer nuestros pedidos en oídos sordos, hayamos decidido alejarnos, “cortar los víveres”, o bien seguir como estábamos para llenarnos de indignación y de rabia.
Pero si la coreografía de la danza relacional está muy establecida, sobre todo con una persona con quien tenemos un vínculo emocional estrecho (padres, hermanos, parejas, hijos) es posible que, al tiempo, sintamos culpa, angustia o ansiedad y volvamos, paso por paso, a repetir esa danza tan bailada.
Ponernos primero también se aprende, pero para eso, primero debemos comprender que este patrón de “dar todo” no es un enemigo, sino una parte nuestra que cuando estábamos indefensos, fue nuestra gran aliada.
Con compasión y agradecimiento, le decimos que se relaje, que ya no debe protegernos porque el adulto que somos ahora se encargará de hacernos sentir seguridad, protección y aceptación.
Hoy, reconocemos nuestro valor intrínseco, abrazamos nuestras heridas y dejamos de tejer estrategias para lograr ser amados.
Jo Garner
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