El amor siempre tendrá un límite y es la dignidad. Porque ese respeto que cada uno tenemos por nosotros mismos tiene un precio muy alto y jamás aceptará rebajas con las que saciar un amor que no llena, que duele y vulnera.
Decía Pablo Neruda que el amor es corto y el olvido muy largo. Ahora bien, entre medio siempre queda esa “luz de luciérnaga” que se enciende de modo natural en las noches oscuras para indicarnos dónde está el límite, para recordarnos que es mejor un largo olvido que un largo tormento en el que terminemos vendiendo nuestra dignidad.
En ocasiones, no hay más remedio que olvidar lo que uno siente para recordar lo que valemos. Porque la dignidad no debe perderse por nadie, porque el amor no se ruega ni se suplica, y aunque nunca debe perderse un amor por orgullo tampoco hay que perder la dignidad por amor.
Lo creamos o no, la dignidad es ese hilo frágil y delicado que tantas veces comprometemos, que puede quebrarse hasta descoser los vínculos de nuestras relaciones afectivas. Son muchas las ocasiones en que cruzamos esa frontera hasta dejarnos llevar por unos extremos en los que nuestros límites éticos se vuelven débiles, pensamos que por amor todo vale y que cualquier renuncia es poca.
Porque el amor y la dignidad son dos corrientes en un océano convulso, en el cual incluso el marinero más experimentado puede perder el rumbo.
El orgullo y la dignidad del amor propio
A menudo suele decirse que al orgullo lo alimenta el ego y a la dignidad el espíritu. Sea como sea, estas dos dimensiones psicológicas son dos habitantes cotidianos en las complejas islas de las relaciones afectivas, y que en ocasiones, suelen confundirse.
El orgullo, por ejemplo, es un enemigo sobradamente conocido que suele asociarse al amor propio. No obstante, va un paso más allá, porque el orgullo es un arquitecto especializado en alzar muros y en tejer alambradas en nuestras relaciones, en aderezar con la arrogancia cada detalle y en hendir el victimismo en cada palabra. Aunque bajo todos estos actos destructivos lo que se enmascara en realidad es una baja autoestisma.
Por su parte, la dignidad es justo lo contrario. Actúa escuchando en todo momento la voz de nuestro “yo” para afianzar lo más bello del ser humano, como es el auto respeto, sin olvidar el respeto por los demás.Aquí el concepto del amor propio adquiere su máximo sentido porque se nutre de él para protegerse sin dañar a otros: sin causar efectos “colaterales”, pero validando en todo momento la propia autoestima.
La dignidad tiene un precio muy alto
La dignidad no se se vende, ni se pierde ni se regala. Porque una derrota a tiempo siempre será más digna que una victoria si logramos salir “enteros” de esa batalla, con el rostro bien alto, el corazón entero y una tristeza que acabarán desinfectando los años y las ilusiones renovadas.
La gente suele pensar que no hay nada peor como ser abandonados por alguien a quien queremos. No es así, lo más destructivo es perderse a uno mismo amando a quien no nos quiere.
En el amor sano y digno no caben los martirios ni resignaciones, esas en las que nos decirnos que todo vale con tal de estar al lado del ser amado. Porque, en realidad, donde nos posicionamos es a su sombra, ahí donde ya no quedarán más días soleados para nuestro corazón ni aliento para nuestros sueños. Por ello, y para evitar caer en estas convulsas corrientes afectivas vale la pena reflexionar en las siguientes cuestiones, que sin duda, pueden servirnos de ayuda:
En las relaciones afectivas los sacrificios tienen fronteras que señalizar. No estamos obligados a dar respuesta a todos los problemas de la pareja, a ofrecerle aire cada vez que respire ni a tener que apagar tu luz para que él o ella brille. Recuerda dónde está el auténtico límite: en tu dignidad.
El amor se siente, se toca y se crea cada día. Si no percibimos nada de esto no servirá de nada pedirlo, ni aún menos esperar sentados a que acontezca un milagro que no tiene sentido. El asumir que ya somos amados es un acto de valentía que nos evitará derivar en situaciones tan delicadas como destructivas.
El amor jamás deberá ser ciego. Por mucho que se defienda esta idea es necesario recordar que siempre será mejor ofrecerse a alguien con los ojos bien abiertos, el corazón encendido y con la dignidad muy alta. Solo entonces seremos auténticos artesanos de esas relaciones dignas que valen la pena, donde respetar y ser respetados, donde crear cada día un escenario sano donde no “todo vale”, sin juegos de poder ni sacrificios irracionales.
La dignidad es y será siempre el reconocimiento de que somos merecedores de cosas mejores, porque siempre será mejor una soledad digna a una vida de carencias, a relaciones incompletas que nos hacen creer que somos actores secundarios en el teatro de nuestras existencias. No lo permitas, no pierdas tu dignidad por nadie.
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