Uno de los rasgos más distintivos de la humanidad es su enorme resistencia al cambio. Sin embargo, el planeta nos está pidiendo a gritos que despertemos para modificar nuestra relación con la naturaleza.
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Los seres humanos somos una especie muy eficaz a la hora de construir imperios, edificar civilizaciones y desarrollar culturas. Pero muy ineficiente para mantenerlos con el paso del tiempo. Hasta ahora, siempre hemos suspendido en materia de sostenibilidad. Basta con echar un vistazo a lo que ha sucedido desde que la humanidad comenzó a dar sus primeros pasos.
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Todas las supersociedades que han poblado el planeta han terminado en las salas de los museos y en los libros de historia. Nos referimos a la civilización sumeria. A la egipcia. A la helénica. A la china. A la persa. A la romana. A la azteca. A la inca… Si bien algunas de estas culturas existieron durante más de 3.000 años, a día de hoy apenas conservamos unos cuantos monumentos y ruinas como recuerdo.
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Aunque el statu quo intente preservar y perpetuar un mismo modelo de sociedad, nada es permanente. Prueba de ello es que nuestra manera de comprender y de relacionarnos con la realidad está en constante evolución. De ahí que no sirva de nada resistirnos al cambio. Todos los sistemas sociales, políticos, financieros y energéticos que hemos ido creando han tenido un origen, un punto de máxima expansión, un proceso de decadencia y su consiguiente transformación.
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No es que hayan desaparecido ni se hayan destruido, sino que han ido mutando por medio de las denominadas «crisis sistémicas». Es decir, las que remodelan los fundamentos psicológicos, filosóficos, económicos y ecológicos del sistema. Así, nuestra incapacidad para conservar las cosas tal como son no es un hecho bueno ni malo: forma parte de un proceso tan natural como necesario.
Borja Vilaseca
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