En respuesta a algunas de las tesis finales de Arthur Schopenhauer en su obra magna, Friedrich Nietzsche aseguraba en el Tratado Tercero de La genealogía de la moral, fiel a su espíritu polémico, que desde antiguo ha existido por parte de los filósofos una extraña atracción por el ideal ascético. Lejos de considerar que el ascetismo suponga una vía privilegiada de acceso al conocimiento global del mundo, Nietzsche explicaba lo que, a su juicio, constituye el verdadero “ideal ascético”, aquello que se esconde tras esta expresión tan endiosada y ensalzada en la historia del pensamiento: “Mi respuesta es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de las más alta y osada espiritualidad, pero con ello no niega ‘la existencia’, antes bien, en ello afirma su existencia y solo su existencia, y esto hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia fiat philosophus, fiam…!”, o lo que es lo mismo, que “perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo”.
De este modo, para alguien como Nietzsche el ascetismo no sería más que una forma encubierta de intentar imponer las formas propias de un modo de vida que supone, para él, una contradicción, pues “en ella domina un resentimiento sin igual”, el de alguien que no ha podido saciar su instinto, poseedor de una voluntad de poder que “quisiera enseñorearse” pero que es incapaz de hacerlo. Si algo expresa el ascetismo para el pensador de Röcken es el mayor de los horrores humanos, el horror vacui (horror al vacío), pues para vivir y perseverar en la existencia necesitamos ante todo una meta. En definitiva: el ascetismo prefiere “querer la nada a no querer”.
Muy al contrario, el que fuera maestro de Nietzsche a través de sus libros, el ya mencionado Schopenhauer, estimaba que lejos de intentar imponer nuestra voluntad en el mundo, lo que debe darse es un amor producido gracias a la contemplación del dolor ajeno, que deseamos mitigar como si fuera el nuestro, al sentir la nimiedad de la vida: “De tal reflexión se desprende una negación universal de la voluntad de vivir, que es el ascetismo, cuyo primer grado es la castidad, después la pobreza, la mortificación y, en su grado máximo, morir voluntariamente de hambre”.
En su opinión, una existencia verdaderamente feliz sería aquella en la que la voluntad pudiera callar no sólo durante unos instantes, sino para siempre. El objetivo de la doctrina de Schopenhauer es, pues, hacer callar a lo que él denominó “nuestro fastidioso yo”, a cuyo trasiego se opone la quietud celestial de la vida contemplativa, pues todo en este mundo es el juego ilusorio de una fuerza apenas controlable que nos hace desear sin descanso: “su existencia es un continuo necesitar cuya satisfacción sostiene y conforma su vida, una vida que consiste, por ello, en un constante tránsito de una necesidad hacia su satisfacción y de esta hacia una nueva necesidad”. La finalidad del ascetismo para Schopenhauer es, pues, detener el funcionamiento de esta fatal rueda que nos conduce sin cesar de sufrimiento en sufrimiento.
Comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, si no huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere. La gente que busca la paz en las cosas exteriores, […] por grandes que sean o lo que sean, todo esto no es nada, sin embargo, y no da la paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan.
Maestro Eckhart, Die Rede der Unterscheidunge
Vemos de este modo cómo el ascetismo ha supuesto, al menos hasta los albores del siglo XX, un tema de discusión filosófica de primera magnitud. Pero ¿qué ocurre, por su parte, con la contemplación? A este respecto debemos distinguir muy bien las fronteras entre sabiduría y filosofía. Mientras que la primera de ellas ha existido desde la historia más arcaica del hombre (a través de diversos códigos conservados, por norma general, a través de la oralidad, hasta la invención de la escritura, y reservada a ciertas capas de la sociedad, como chamanes, magos o sabios de diverso calado), la filosofía como forma de reflexión crítica sobre la realidad aparece por vez primera en la Grecia de los conocidos presocráticos, cuando los humanos se atreven, por primera vez, a cuestionar los dictados divinos provenientes del Olimpo.
Aristóteles, por ejemplo, en el Libro X de la Ética a Nicómaco, explicaba sobre la felicidad que, “si esta es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable que sea una actividad de acuerdo con la virtud más excelsa, y esta será una actividad de la parte mejor del hombre”. ¿En qué consiste tal actividad? En la contemplación, precisamente porque es aquella acción que tiene conexión con la parte “más divina” que hay en nosotros, el intelecto. No todo en el alma, estima el estagirita, se reduce a mera sensación, sino que hay algo en nosotros que piensa, algo incluso impasible, sin mezcla alguna, inmortal y eterno, por mucho que no seamos capaces de reconocerlo o recordarlo. Gracias a tal capacidad, nos vemos impelidos a inmortalizarnos, pues, “si la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana”.
No por ello, sin embargo, debe quedar reducida la vida a la mera teoría. La inteligencia sólo supone el modo accesible a los hombres de negar lo mortal que hay en ellos, pues nos muestra una luz (que habita en nosotros) y que ni siquiera precisa del logos, de la palabra. Pero, al ser animales políticos (como declara en otra de sus obras esenciales), Aristóteles considera que la inteligencia ha de emplearse en la vida práctica: el discurso ha de fundarse en ella, en el noûs. En esta misma línea, también Tomás de Aquino apuntaría mucho tiempo más tarde en la cuestión 108 de la Suma Teológica que para llegar al fin último de nuestra existencia no es necesario en absoluto desechar las cosas del mundo, ya que empleándolas puede llegar también a la bienaventuranza eterna, con tal de no poner en ellas nuestro fin último. Pues, en cuanto que el hombre contemplativo “es hombre y vive con muchos otros –escribe Aristóteles–, elige actuar de acuerdo con la virtud, y por consiguiente necesitará de tales cosas para vivir como hombre”.
Así, comprendemos que la contemplación no conduce, en absoluto, a la inactividad. No es suficiente con conocer la virtud, sino que, como piensa Aristóteles, hemos de procurar no sólo tenerla, sino “practicarla, o intentar llegar a ser buenos de alguna otra manera”. Pero ¿qué ocurre con la mística, a la que incluso han dedicado un prestigioso Centro de Interpretación de reciente creación en la ciudad española de Ávila? El misticismo ha conocido diferentes caracterizaciones, desde la estrictamente religiosa (ya provenga del islam, del cristianismo o del judaísmo), sapiencial (como la budista) o la estrictamente laica o pagana (como la de los oráculos griegos). Sin detenernos ahora a estudiar cada uno de estos giros, algo es común a todas las manifestaciones místicas: el contacto con lo absoluto a través de una experiencia que excede la capacidad explicativa humana. Si bien el intento mismo de dilucidar este tipo de experiencias puede llegar a desarrollar un completo sistema filosófico, la vivencia en sí, empero, puede quedar fuera de ella; al menos, hay que decir que la experiencia mística no tiene por qué ser considerada en puridad filosofía, mientras que su explicación puede dar lugar a ella.
Cuando leemos las excelsas obras de Teresa de Jesús o de Juan de Ávila, encontramos en ellas una gran belleza literaria y, desde luego, un claro mensaje espiritual. Sin embargo, no por ello hemos de afirmar que parte de su legado pertenezca, por la condición descriptiva de sus respectivas experiencias místicas, a la historia de la filosofía, si bien cuanto se entresaca de ellas pueda en último término despertar el ejercicio filosófico. No hemos de olvidar nunca, a este respecto, la genial y agudísima sentencia del literato ruso Leonid Andréiev: “la ciencia es el misticismo de los hechos; la verdad es que nadie sabe nada“.
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