Max Scheler (1874-1928) fue uno de los grandes pensadores del pasado siglo. Su biografía está repleta de avatares desconocidos para el gran público que, desde el comienzo, hacen de él una figura del todo atrayente y sugerente. En excelente edición y traducción de Miguel Oliva Rioboó, Escolar y Mayo publica una de sus obras cumbre, que hubo de dejar inacabada debido a que, en contra de sus planes, la muerte lo sorprendió: El puesto del hombre en el cosmos. Como muy bien apunta Oliva Rioboó, Scheler, “a pesar de su luminosidad”, muestra siempre un “aura tenebrosa, casi demoniaca”. Y es que, como se observa en el retrato de la portada, “había algo perturbador en su presencia, casi como en aquellos terroríficos seres mitológicos que petrificaban con su sola mirada, algo inquietante que incitaba a aproximarse a él con la promesa, quién sabe si cierta, de alguna recompensa, de algún paraíso que, en su caso, sólo podía ser de verdades y secretos metafísicos”.
En una de las cartas de su correspondencia privada con la que fuera su tercera mujer, Maria Scheu, ésta aseguraba: “Max está empezando a trabajar. Lo hace según le viene en gana. Cada vez estoy más convencida de que es su forma de ser y de que es un error juzgarlo con varas de medida que no sean las suyas propias. […] Por otro lado, está tan lleno de bondad, amor y es tan confiado, bueno y tierno como un niño, todo entusiasmo por el bien y la verdad. Ésta es la parte que amo de él. Pero hay en él algo oscuro que no tiene nada que ver con esta primera, algo subconsciente que Max procura no confesarse. Esta parte oscura es completamente cruel y dura, esa que no enseña frente a la vida nada más que a ser astuto”. Y es que en Scheler se da una mezcolanza muy raramente habitual en los filósofos: disfrutó tanto de la vida sensitiva como de los placeres metafísicos que extraía de su estudio e impulso hacia la erudición. Como escribe atinadamente Oliva Rioboó, “quería hincarle el diente a las cosas, mezclarse entre ellas, confundirse con la gente y vérselas cara a cara con los hechos”.
Se me dirá y se me ha dicho, de hecho, ya alguna vez que el hombre no puede soportar un Dios inacabado, un Dios que se está haciendo. Mi respuesta es que la metafísica no es una compañía de seguros para hombres débiles y desamparados. Presupone ya en el hombre una actitud fuerte y atrevida.
Max Scheler aboga por devolver a la filosofía una dimensión trascendente que, tras los excesos positivistas cometidos en el siglo XIX, había alejado a esta disciplina de sus pretensiones más abarcadoras, interesándose fundamentalmente por el problema de los valores. Asunto que desarrolló por extenso en su Ética, voluminosa y universal obra en la que se pregunta qué son y cómo pueden conocerse tales valores, presentando una jerarquía dividida en cuatro “modalidades”: sensibles, vitales, espirituales y sagrados. A su vez, Scheler descubre una esencia última en cada ser humano a la que denomina persona, arraigada en un impulso por dar con el Absoluto, con el fundamento último de la realidad.
El “ser” real y último de lo que es por sí mismo no es susceptible de objetivación, como no lo es tampoco el ser el prójimo. Se puede participar en su vida y en su actividad espiritual sólo cooperando, sólo al implicarse e identificarse con él. El ser absoluto no existe como amparo del hombre ni para suplir unas debilidades y necesidad que no buscan sino hacerlo “objeto” una y otra vez.
Si algo marca definitivamente la biografía de este filósofo es el amor, compartido entre su tendencia natural hacia la filosofía y el saber y su pasión hacia las mujeres. Un hecho, este último, que provocó la separación de su primera mujer debido (se dice) a sus múltiples infidelidades, aunque pronto (1912) rehace su vida junto a Märit Furtwängler, con quien, a pesar de los deseos de ambos, nunca tiene hijos. En 1919 conoce a Maria Scheu y los cimientos de la relación con Märit comienzan a desmontarse. El consumo inmoderado (a veces desaforado e incontrolable) de alcohol y tabaco (llega a fumar 80 cigarrillos al día) tampoco ayudan a la estabilidad emocional de Scheler. Como nos informa Oliva Rioboó, “la fuerza y la pasión que transmitía a su mundo espiritual, a sus ideas, a sus escritos, ese entusiasmo con que impregnaba todo lo que tocaba a su mente, parecía inundar también lo más prosaico de su naturaleza”. Tras años de mantener un peligroso e incómodo triángulo amoroso, en 1923 Märit pide el divorcio al pensador, y un año después Scheler contrae terceras nupcias con Scheu. Nunca pierde el contacto con Märit, “con quien se seguirá escribiendo semanalmente en un tono muy confidencial hasta sus últimos días”.
Espíritu y vida están recíprocamente coordinados y es un error esencial enemistarlos por principio y ponerlos originariamente en disputa. El espíritu hace ideación de la vida pero, por otra parte, es la vida la única capaz de realizar y poner en marcha el espíritu, desde sus más simples acciones hasta la ejecución de una obra a la que atribuimos valor y sentido espiritual.
Circunstancias todas ellas que alteraron no sólo el ritmo vital de Scheler, sino también y sobre todo el devenir de su obra filosófica. Es a partir de su tercer matrimonio, en 1924, cuando comienza a buscar de modo definitivo un sentido total a la existencia del ser humano, escindido, a su juicio, entre un ordo amoris fáctico y un ordo amoris ideal, en una tensión en ocasiones irreconciliable. Es esa idealidad la que separa al hombre del animal: la posibilidad de jerarquizar la vida anímica a través del conocimiento de uno mismo. En El puesto del hombre en el cosmos Scheler practica un “ascenso” desde los aspectos más puramente científicos hacia los más espirituales en busca, precisamente, de ese algo, de ese plus esencial, que delimite el ser del hombre.
Scheler se muestra aquí contundente. No resulta suficiente con admirar y embelesarse con los más altos ideales: hay que cumplirlos y actualizarlos en la vida común y corriente, sin dejar de tener en cuenta que nos hallamos constituidos por una inquietante mezcla de impulsividad e inteligencia que debemos saber gestionar. Un doble componente que al propio Scheler le costó dominar y equilibrar. De manera constante nos vemos empujados a buscar un sentido –un horizonte o fundamento– en la historia de los acontecimientos humanos y en nuestra propia vida. La de Scheler se apagó tempranamente a causa de sus excesos. Un 19 de mayo de 1928 su corazón se paró definitivamente (ya había tenido un par de sustos previos, con algún infarto del que se recuperó, aunque nunca abandonó el alcohol y el tabaco), cuando su mujer estaba embarazada de su segundo hijo.
El puesto del hombre en el cosmos encierra el legado de un hombre intenso, apasionado, intelectualmente brillante, entregado a su trabajo y a su vocación, incapaz de dominar ese orden fáctico (o natural) sobre el que tanto reflexionó a lo largo de su existencia, pero abismado también a los órdenes ideales a los que aspiró pero nunca alcanzó. Porque si algo nos enseña esta condensada y fundamental obra es que, frente a nuestra aparente indefensión en este mundo hostil, portamos una herramienta maravillosa con la que no sólo poder sobrevivir, sino “más vivir”: la de dar sentido a una vida que el tiempo nos arrebata a cada instante.
Un ser espiritual ya no está atado a sus impulsos ni a su entorno, sino que está liberado de él o, como preferimos decir, “abierto al mundo”. Un ser semejante tiene “un mundo”.
Carlos Javier Gonzalez Serrano
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